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Iohannes "Barbacana" Mazomitril Svent - "La pequeña muralla"


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Un viejo bárrbaro, ¿eh?

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"Olvídate del pasado, y si quierres desprreocuparrte de tu futurro, ¡ja! Haz las cosas bien en el prresente".

Poco recuerrdo de mi pasado, y si lo he hecho, no es sólo porrque algo le pasa a la mollera de este enano que se anda desgastando, sino porrque segurramente no tiene importancia alguna ya. Sin embarrgo, hay algo que recuerrdo clarramente: el por qué de mi sobrrenombrre.

Había sido una pelea brrutal, aquella de cuando los pieles verrdes subierron al norrte y quisierron doblegarrnos. ¡Ja! Que el final se fuerron con los mazos bien metidos en sus parrtes no tan nobles, aunque debo decirr que la llegada de sus hembrras alzarron los fuegos vehementes de este viejo carrascaloso, juerrguerro y mañoso ¡ja ja ja ja ja! Recuerrdo que ya estábamos todos cansados, y los verrdes habían retrrocedido derrotados; yo limpiaba mi escudo, simplemente pensando en lo que iba a ganarr porr aquel trrabajo, desprreocupado absolutamente de todo, cuando un humanillo sin mucho pelo en la carra pasa a mi lado y me saluda: "Eh, buena, Barbacana". Yo le hice caso omiso, al fin y al cabo, la falta de colorr de mi pelambrre corporal la tuve desde muy joven; simplemente me encogí de hombrros y prroseguí puliendo a mi amigo defensorr. Perro luego, uno de los míos me palmeó la espalda, felicitando mi esfuerzo y nombrando de nuevo a la inmaculada cabellerra de mi quijada. Que uno me lo dijerra, bueno, ¿perro dos? Y ya luego de eso le siguió un terrcerro y un cuarto, y así sucesivamente todo el resto de la tarrde.

Al día siguiente, cuando el Sol ni siquierra se había dado el trrabajo de levantarrse (seh, así es de flojonazo el maldito ese... ¡y lo sigue siendo, ¿eh?!), cuando nos reunierron parra las coordinaciones de defensa y la designación de puestos, uno de los prrimerros en serr llamados fui yo.

-Que Barbacana esté en la vanguardia, como le gusta, así que denle un escudo nuevo y resistente y no la mugre esa que parece una hornilla gigante -había dicho el humanillo que comandaba.

-¡A tu pérrfida madrre con esas órrdenes que te las puedes meterr muy adentrro en tus trripas! ¡Y porr donde no te llega ni la Luz Sagrrada! ¡Ya me tienen harrto con lo de "Barbacana"! ¡¿Quién fue el grrandísimo hijo de cortesana carrente de recurrsos que lo puso de moda?! -grité yo, completamente cansado de aquel pseudónimo que trras tantas repeticiones se me había torrnado muy molesto.

-¿Pero cuál es el problema, enano? -inquirrió el comandante-, me parece un nombre muy adecuado para ti. Además de muy bien ganado.

-¡Ándale que tú quierres bailarrle al oso! ¿Verdad? -arrojé mi escudo al suelo, decidido a tirrarme encima del comandante, perro dos enanos me retuvierron.

-¡Viejo absurdo! ¡Nadie te está insultando!

-¡Que nadie se meta con mi barrba, engendrrados ilegítimos!

Los que allí estaban se mirrarron extrrañados porr mi comporrtamiento, hasta que una muy hermosa y corrpulenta enana, ¡y que me cojan los titanes! ¡Ésa erra una verrdaderra mujer! ¡Pelos en los brrazos, bigote naciente! ¡Dos torreones que se le alzaban sobrre el pecho más grrandes que montañas! ¡Y un parr de nalgotas enooooooorrmes!, se me acerrcó y me pegó un manotazo en la nuca.

-¡Viejo bruto! ¿Sabes si quiera lo que es una barbacana? -y se me quedó mirando con gesto inquisitivo.

Yo simplemente bajé la mirrada a mi barrba, blanca como la nieve de Anvilmar.

-¡So bruto! ¡Nadie se refiere a tu barba! ¡Las barbacanas son muros bajos que defienden edificios y plazas! ¡Han visto cómo has aguantado en la vanguardia con tu escudo, y con lo enano que eres! ¡El mote te viene a pelo!

Y erra cierrto. Yo había sido uno de los pocos que salierron intactos de aquella escarramuza, aguantando los embates y azotes de las arrmas verrdes, prrotegiendo a los que estaban detrás de mí. Cuando lo entendí, pegué una de las carrcajadas más larrgas y atrronadoras de mi vida. Y luego me tirré un pedo. Después, seguí las órdenes y me ubiqué de nuevo en la vanguarrdia, fui caminando con mi escudo bien brrilante y mi hacha bien sujetada en la mano, cantando. Y recuerrdo también, clarro, ¿cómo olvidarrlo?, los demás se aprrendierron la letrra y a medio camino empezamos a cantarr todos juntos.

Allí nació "Barrbacana, la pequeña murralla".

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  • 3 semanas atrás...

Las nieblas

"Me olvido del pasado... me olvido del prresente... y dudo que haya mucho futurro"

—No crreo que haya maldiciones peorres que ésta.

Se limpiaba el sudor con la mano desnuda que no sostenía su pipa, aquella pipa de más de cien años que a veces parecía su única compañía, la única entidad que le escuchaba y la única que le comprendía.

A su alrededor había una gran cantidad de compañía, si bien en su mayoría, elfos y humanos, pero hasta el alma más solitaria y desesperada se hubiera aferrado como una mano en un acantilado a ese acercamiento para encontrar sosiego. Pero él prefería mantener a cualquiera alejado, no fuera a ser que su maldición resultara contagiosa o más agresiva que su propia actitud.

Él lo sabía.

Sabía que le pasaba algo raro.

Algo malo.

No había pasado mucho tiempo desde que el corazón lo había doblegado, encogiéndose y apretándose a sí mismo como un puño en contención de ira; había caído con una rodilla en el suelo y se vio forzado a jadear como un perro en el desierto, encomendándose a quien fuera la divinidad de turno para que le diera más tiempo.

Aunque a veces se preguntaba, ¿para qué más tiempo?

Había sido un desgraciado la mayor parte de su vida. Abandonó a su hogar y a sus padres, despreciando el oficio del pobre viejo y bufando ante las enseñanzas de su madre; se había dirigido a medio mundo con el peor de los lenguajes, como si fueran sus enemigos, ¡con razón había tenido tan pocos amigos! Despreció el amor, el cariño, el afecto, los cálidos abrazos y los inocentes besos, pagando por placeres que cualquier desgraciado podía adquirir a cambio del precio justo. Jamás enseñó a cómo sostener un arma, cómo dar un golpe, jamás compartió algo que valiera la pena. Había mirado a la muerte a la cara y dádole un beso en la boca en varias ocasiones, pero no hubo una sola en la que el beso fuera para alguien que amara.

Y ahora, que la enfermedad tomaba posesión de él, ya era muy tarde para remediar más de siglo y medio de errores. La Parca saltaba alrededor suyo con la guadaña en sus secas manos, y sólo lo hacía sufrir por diversión, como castigo a todos aquellos besos dados sin permiso.

—Se ha visto en pocas ocasiones —le había dicho el sanador clandestino en la tarde, habiéndole buscado a escondidas, por si alguien lo hubiera estado siguiendo—, es un mal al que se ha llamado
las nieblas
: quien la padece empieza a ver que sus recuerdos se desvanecen, que es difícil recordar o memorizar, nombres, rostros, lugares…

—¿Y tiene curra?

El sanador miró por un momento al suelo, y tras volver a subir la mirada, movió la cabeza de un lado al otro.

—Acompaña al que lo padece hasta el último de sus días. También es degenerativa, empeora con el tiempo. Los peores casos que he escuchado hablan de gente que ve cosas, que hablan con gente que ya no está ahí o que ya murió. Mucho se ha especulado de que sea una maldición, otros, los más extremistas, que es el paso previo a escuchar las voces oscuras del Príncipe Traidor.

Iohannes gruñó.

—¿Es contagioso?

Con una mueca, el humano negó.

—No se sabe. Unos dicen que sí, otros que no. Por lo general, sé que a quienes padecieron esa enfermedad los apartaron de la gente, y a los que más grave la sufrieron, los mataron.

Eso no pintaba bien. El enano se quedó mirando al sanador de los bajos fondos, con ropas sucias y rotas, mirándole desde arriba, como la Parca misma.

—¿Qué tan grrave puede llegarr a serr? —se atrevió a preguntar tras un largo silencio.

—Muy grave —respondió el humano con una facilidad poco propia del momento—. Algunos insultan a gente que amaron profundamente cuando estaban sanos; por ejemplo, uno de los casos de los cuales escuché, era el de una madre, ya anciana, que le gritaba a su hija que era una puta y a su hijo que era un ladrón, cuando la muchacha era tan inocente como un pajarillo y el hijo era un joven escribano que no le cobraba a los pobres. Otro, el de un padre viudo que crió a sus hijos sin negarles nada, y que después empezó a golpear con el bastón a las muchachas y decirle a su hijo que se cogía a su mujer todas las noches, por supuesto, lo último no era cierto. —Terminó encogiéndose de hombros, entre que no le importaba y que no sabía si era cierto.

Después de eso, le había pagado las veinte platas al tipo y se fue a la taberna. Ahí pidió un whisky tras otro mientras pensaba qué hacer.

El otro día, antes de irse al evento que se anunciaba, Sigmar le había estado diciendo sobre su lapso de incoherencia de días atrás. «Estabas hablando con la silla, como si alguien estuviera allí. Y te portaste de lo más educado…», ¿sería algún delirio?, porque el sanadorzucho había dicho algo de delirios también. También había preguntado sobre lo de su corazón, y aunque el tipo le aseguró que no tenía nada que ver con su mal, sí le dijo que aquellos síntomas eran un anuncio de que a la larga el corazón se le iba a achicar y detener, «todos los que lo sintieron, terminaron así».

—De hecho, viejo, creo que te convendría poner tus cosas en orden, porque mucho no te queda. ¿Cuánto exactamente? No lo sé. Pero no creo que llegue ni al año. Ahora venga, págame lo que me debes, no vaya a ser que te caigas aquí mismo y resulte que no cargas ni un corcho de botella encima.

Alzó el vaso y bebió otro trago. Sostuvo su pipa con la otra mano y caló profundamente, soltando la nube de humo despacio a un lado. Le pareció ver un rostro formándose en la negritud de aquella niebla, pero al siguiente parpadeo todo el humo se había desvanecido.

A veces escuchaba que alguien le llamaba, a veces era la voz de un humano, a veces la de otro enano, en ocasiones la de su madre, o las de una mujer desconocida, y cuando iba al lugar de donde provenía, no había nadie, o si lo había, nadie le había llamado porque simplemente nadie lo conocía.

¿Y cuánto le quedaba para que por completo la enfermedad lo convirtiera en quien no era? ¿Qué sucedía si era mañana? ¿Qué sucedería si se volvía más violento que lo que ya era por naturaleza?

Lo matarían.

Se bebió lo último de whisky y apesadumbrado como nunca, dejó lo que tenía que pagar frente a la barra.

—Eh, ¿andas bien? —se atrevió a preguntar Brog mientras recogía las monedas, un gesto que sólo haría al verlo tan decaído como en aquel momento, pues por lo usual, prefería servir al enano y tomar su dinero sin entablar conversación.

—Debo irrme ya —dijo Iohannes—, crreo que me llaman.

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