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Una Sinfonía de Escarcha y Fuego - El Caballero Errante - Brayden Osgrey


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Una Sinfonía de Escarcha y Fuego

Brayden

–¡Gracias, muchas gracias, Sir! –dijo el mercader con alivio al otro lado de la fogata–. Si no hubiera aparecido en el momento en que lo hizo, creo que ahora sería hombre muerto.

Brayden atizó las llamas y se permitió esbozar una ligera sonrisa bajo la poblada barba. Necesitaba mucha llama sí quería cocinar los pescados que había logrado sacar del pequeño lago y, aunque no era mucho, al menos bastaría para no dormir con el estomago vacío.

«Hay que agradecer por estos pequeños regalos.»

–¡La forma en que derrotó a esos bandidos Defias! –prosiguió el comerciante en tono emocionado–. ¡Jamás había visto a alguien manejarse así de bien con la espada! ¡y he visto a muchos en mis viajes, lo juro por la Luz!

Brayden se había topado con el mercader y quienes le robaban por pura casualidad mientras recorría el camino. A pesar de que eran cuatro jóvenes rufianes, y de que se habían burlado de él por su edad avanzada, logró rendir cuenta de ellos con la facilidad que solo da la experiencia. «Estaban demasiado confiados por el hecho de que soy viejo, y esa fue su perdición.» Luego de prometerle al vendedor que lo llevaría a salvo hacia Goldshire, la villa más cercana al oeste del bosque de Elwynn, este no dejó de darle las gracias durante todo el viaje. Aunque no puso buena cara cuando Brayden le dijo que tendrían que hacer un campamento para pasar la noche en el bosque.

–Una vez lleguemos a Goldshire –dijo–, me aseguraré de que sea bien recompensado.

–No se preocupe –Brayden se sintió tentado apenas oyó la palabra “recompensa”. Con algunas monedas podría pagar por una buena cama sin pulgas en la posada Lion’s Pride y una comida mucho mejor que aquellos escuálidos pescados, pero se obligó a sí mismo a rechazar la oferta–. De verdad no es necesario.

–¡No sea tan modesto! –apostilló el mercader e hizo una mueca cuando sus pies volvieron a enviarle punzadas de dolor. Brayden se fijó que las zapatillas de cuero que llevaba no eran aptas para el accidentado terreno del bosque, y ni siquiera para los caminos, pero supuso que nadie se lo había dicho a aquel hombre de aspecto acaudalado–. ¡Después de haberme salvado, me siento en deuda con usted!

–Ya le dije –dijo Brayden, clavando los pescados en unas ramas a modo de varillas y acercándolos al fuego para que fueran cocinándose–. No es necesario, mi señor. Hice lo que era mi deber para con usted. Realmente no espero ninguna recompensa por lo que hago.

–¿Nunca ha pensando en ser mercenario o algo por estilo, Sir? –preguntó el mercader. Se había quitado el gorro y su cabeza brillaba bajo la luna debido a la calvicie–. Cualquiera pagaría una buena suma por tener a alguien que sepa manejar la espada igual que usted lo hace. Conozco a algunas personas en Stormwind que…

–No –le interrumpió Brayden, también quitándose el capuchón no para revelar una calva, sino una espesa mata de pelo entrecano–. No trabajo a sueldo, mi señor. Va en contra de mis principios.

Las llamas emitieron un chisporroteo cuando las primeras gotas de grasa empezaron a chorrear de los pescados. El mercader se relamió con anticipación a la vez que le dedicaba a Brayden una mirada no muy convencida.

–¿Qué es usted, Sir? –preguntó el vendedor, apoyando la mano de una rodilla–. ¿Un paladín, acaso?

Brayden ni siquiera apartó la mirada de las llamas crepitantes. De repente la mención de esa sola palabra había desencadenado una serie de recuerdos de unos tiempos de gloria ya olvidados. Tiempos que, dada su difícil situación actual, no creía que volverían. Y sí regresaban… ¿cómo los tomaría?

–¿Usted qué cree? –dijo Brayden, dejando la pregunta al aire a medida que se sumergía en los recuerdos.

* * * * * *

Fortaleza de Mardenholde, Hearthglen

5 años antes…

Los paladines venían descendiendo por las escaleras que daban hacia el salón de reuniones del Alto Mando. Sir Brayden Osgrey se encontraba sentado en un rincón del amplio salón comedor de cara a las escaleras, y al ver sus caras, se preguntó qué se habría dicho en la reunión. «Nada bueno.» supuso, ya que muchos de sus camaradas se mostraban a sí mismos abatidos y desmoralizados. Algunos que pasaban a su lado, con las armaduras tintineando y arrastrando las largas capas de lana azules, le dirigieron miradas duras y desconsoladas, como sí quisieran decirle que allí no quedaba nada más que hacer.

A pesar del desconcierto que aquello le causaba, el paladín se mantuvo a la espera. Sintió una punzada de anticipación al ver descender a un caballero de cabello castaño rojizo, con una barba espesa del mismo color y un parche cubriéndole el ojo derecho. Lo acompañaba una joven de porte erguido, con el largo cabello pajizo sostenido por una diadema azulada en su frente. Ambos eran personajes importantes dentro de la Mano de Plata, superiores con un rango mucho mayor que el de Brayden y de quienes podría conseguir información más detallada del estado en que se encontraba la Orden en ese momento. Pero una vez más, el viejo caballero se abstuvo de acercárseles.

«Pronto –pensó Sir Brayden dando un suspiro–. Pronto sabrás que ocurrió

Su espera terminó cuando Thoros de Tyr, su amigo y consejero, apareció por las escaleras y se dirigió directo hacia donde estaba. Su rostro, se fijo el paladín, tampoco se mostraba tranquilo ante la situación.

–Hermano –dijo Thoros, indicándole que le acompañara–. Me temo que la Orden ha dejado de existir.

Brayden se detuvo, perplejo ante lo que acababa de oír.

–¿Qué ya no existe? –preguntó el caballero–. ¿Qué quieres decir?

Thoros volvió con él y le instó a que siguiera caminando. Brayden lo siguió a regañadientes, notando al mismo tiempo que no dejaba de mirar hacia los lados a cada momento, como si temiera que lo escucharan. ¿Por qué el sacerdote debía comportarse de esa manera estando en los cuarteles de la Orden? Era algo que no entendía.

–Sus restos acaban de desperdigarse con el viento –dijo el sacerdote. Brayden odiaba que hablara con elocuencia a veces, aunque no le pasó desapercibido el deje iracundo en su voz–. Lo que inició el príncipe Arthas al principio de esta guerra, lo terminó hoy el Alto Mando.

Brayden comprendió entonces el por qué de las expresiones de sus otros compañeros. Al ser desbandada la Orden oficialmente muchos, incluido él, se habían quedado sin nada. Sus meras existencias, sus razones de ser y el por qué estaban allí había dejado de tener sentido. Al principio tuvo que detenerse a causa del vértigo que le produjo la noticia, ya que había sido como un golpe duro que Thoros no había sido capaz de suavizar.

«No existe –pensó Brayden, incrédulo–. ¿Cómo ocurrió todo esto?»

–Pero –articuló el viejo caballero–. ¿Qué hay de Lord Alexandros?

–Está muerto –dijo Thoros a secas–… y con él se fue la última esperanza que tenía esta Orden de ganar la guerra.

–¿Qué vamos a hacer entonces? –preguntó el paladín. Ambos habían llegado junto a la salida de la fortaleza. La noche, oscura y estrellada, los recibió con una brisa gélida proveniente del norte. Brayden lo tomó como un mal presagio.

–No lo sé –tuvo que admitir Thoros, arrebujándose entre su túnica monástica. Al verlo así, Brayden pensó que era como si la Luz los hubiera abandonado de repente, dejándoles desamparados–. Lo tengo incierto en estos momentos. Puede que me una a Tyrosus y sus hombres –dedicó un vistazo al cielo y suspiró–… parecen ser los únicos que llevan la razón en todo esto.

Brayden sabía a lo que se refería. La Mano de Plata carecía de efectivos para combatir al Azote y desde hacía un tiempo Maxwell Tyrosus había propuesto una y otra vez que se permitiera la admisión de otras razas de la Alianza, incluso de la Horda, para aumentar sus filas. Aducía que la lucha contra el Azote concernía a todo el mundo, no solamente a la humanidad, pero su propuesta había caído en oídos sordos. Solo Lord Alexandros Mograine había visto la razón en su propuesta, más no había tomado una decisión con respecto a llevarla a cabo.

«Y ahora que está muerto –se dijo el viejo paladín–, Abbendis y los otros jamás aceptaran la admisión de otras razas

–¿Qué hay del Comandante Dathrohan? –preguntó Brayden.

–Está tan loco como Abbendis y su grupo –replicó Thoros–. He oído rumores en el cuartel que de un tiempo acá se ha vuelto igual de celoso con la causa que Abbendis, su lunática hija e Isillien. Algunos dicen que eso no es nada bueno y que por esa razón estamos como estamos.

–Maldita sea –masculló Brayden. Él también había escuchado los rumores y aunque no había tenido oportunidad de servir bajo el mando de Dathrohan para comprobarlo, las palabras de Thoros le bastaban y sobraban para darse cuenta de su veracidad. Siempre había odiado las luchas internas dentro de la Orden. Para él no eran más que retrasos innecesarios en el esfuerzo de guerra para recuperar Lordaeron. Descubrir que por esa falta de liderazgo la Orden había terminado de desaparecer, lo sumieron en una gran depresión.

–¿Qué piensas hacer? –le preguntó Thoros.

Al principio Brayden no supo qué responder a eso. La Orden había sido su hogar y sustento desde que se uniera a ella. Si ya no existía no le quedaba ningún otro sitio al que recurrir. Tampoco podía considerar las tierras de su hermano Benjen, pues habían sido arrasadas por los muertos vivientes. Tampoco creía que este lo recibiera con los brazos abiertos debido a desavenencias producidas por la disputa de la propiedad.

«Es como sí me hubieran exiliado…» pensó el paladín.

–¿Brayden? –volvió a preguntar Thoros, con tono preocupado.

–No lo sé, viejo amigo –respondió el paladín–. No lo sé.

–Puedes unirte al grupo de Tyrosus –le aconsejó el sacerdote–. Van a hacerle falta veteranos para lo que se dispone a hacer.

–No –negó Brayden con amargura–. No voy a ponerme de parte de ninguno, ni del Lord Comandante, ni de Tyrosus. Buscaré mi propio camino.

A Thoros no parecieron gustarle sus palabras, aunque se limitó a encogerse de hombros. Brayden no pensaba seguir a ninguno. El único hombre que estaba dispuesto a seguir había muerto y sin ningún pilar dentro de su Orden en el que apoyarse no le quedaba razón alguna para quedarse. Que ellos se pelearan por los restos de la Mano de Plata como perros por un hueso; Brayden Osgrey no tomaría parte en ello.

Los dos empezaron a alejarse de la fortaleza de Mardenholde para tomar cada uno su propio camino. Sir Brayden se detuvo un instante. Al volverse vio con desolación como era recogido el estandarte azulado con el puño plateado que colgaba de los muros del castillo. «¿Cómo ha podido pasar esto?» se preguntó el viejo paladín, recordando como ondeaba aquella misma insignia treinta años antes bajo el sol radiante, y como pensaba en su juventud que seguiría ondeando por siempre. Se había unido a la Mano de Plata desde sus inicios, respondiendo a la llamada de los clérigos cuando servía como caballero bajo las órdenes de algún comandante de la Alianza cuyo nombre ni siquiera recordaba. Por tal decisión, se había ganado la enemistad de su propio padre, Lord Brandon Osgrey, al rechazar su herencia de tierras a cambio de tomar el hábito. Aunque su padre nunca se lo perdonó, Brayden igual se esforzó por enorgullecerlo, al igual que a la Luz, luchando contra la oscuridad y todo aquel que amenazara la paz y a la gente inocente de sus tierras.

«Fueron tiempos gloriosos, sin duda.» rememoró el viejo paladín. Se había separado de Thoros, ya que éste partiría junto a Tyrosus para ir a las Tierras Plagadas del Este. Brayden se despidió de él, no sin cierta tristeza, y le prometió que hiciera lo que hiciera, tendría noticias de él. «No me cabe duda de ello, viejo amigo –le dijo Thoros, palmeándole el hombro–. La Luz bendiga tu camino a donde quiera que vayas.» Ahora se encontraba en los establos, organizando sus pertenencias encima de su viejo caballo de guerra, Whitemane.

Salió de Hearthglen esa misma noche, de forma subrepticia y como un paria, como un exiliado sin hogar. Aunque no le gustaba su nuevo estatus, le reconfortó saber que muchos otros habían elegido su misma suerte: Andruin Fordmane, Aretain Harridan y muchos otros caballeros que conocía abandonaron la Mano de Plata igual que él, tomando caminos completamente diferentes.

«Lordaeron está perdida definitivamente.» pensó el caballero a medida que recorría los caminos abandonados en medio de bosques muertos de ramas retorcidas. Nunca se había imaginado que aquel día llegaría, el de ver su propia tierra convertida en un erial; la misma por la que se había esforzado tanto en defender y preservar. «Todo por culpa de Arthas

Su príncipe y futuro rey había enloquecido, matando a su propio padre y entregando Lordaeron al Azote. Cuando se le quiso detener fue demasiado tarde. Para esos días la Orden enfrentaba los primeros atisbos de la decadencia. Brayden había visto su propia fe vacilar unas cuantas veces, pero no lo suficiente como para abandonar la lucha. Combatió en diversas batallas importantes y vivió en carne propia muchas derrotas en el transcurso de la guerra. La mayor de ellas, cuando fue incapaz de mantener a salvo las tierras de su hermano. Benjen era el segundo hijo de Lord Brandon y el siguiente en heredar cuando su padre murió. Brayden le había aconsejado que cediera su pequeño feudo a la Mano de Plata, tanto para que pudiera ser bien defendida como para que sirviera de encomienda de la cual obtener suministros. Pero Benjen, creyendo que su hermano mayor planeaba de alguna forma arrebatarle lo que le pertenecía por derecho de sucesión –ya que al unirse a la Orden, Brayden había perdido el derecho a heredar–, se negó en rotundo. Brayden lamentaba que pensara de aquella manera, y cuando Benjen se decidió por fin a pedir ayuda, al tener a los muertos vivientes atacándole constantemente, ya era demasiado tarde.

«Hicimos lo que pudimos.» se dijo Brayden, pero para Benjen había sido más duro todavía. El Azote arrasó sus tierras, las tierras que su padre había cuidado con tanto esmero, y en vez de reconocer la pérdida, prefirió culpar a su hermano por el fracaso. A partir de entonces su relación familiar quedó deteriorada, y explicaba la razón por la cual el caballero no tenía a nadie más a quien recurrir.

«Soy un hombre quebrado –pensó Sir Brayden con abatimiento ante el camino que tenía delante–… No me queda de otra que errar por los caminos.»

Y esa parecía ser la única solución posible. Quizá no tuviera a la Orden para que lo sustentase y le diera un techo, pero todavía tenía la Luz Sagrada, su fe y un propósito que cumplir para con su gente. Al pensar en su fuerte sentido del deber, supo que aunque todo estaba perdido, debía mantener la lucha por su cuenta.

Con esa resolución en mente, empezó una nueva vida esa misma noche, bajo el apagado brillo de las estrellas.

* * * * * *

El mercader itinerante hacía horas que se había quedado dormido. Roncaba ligeramente, aunque Brayden no creyó que eso fuera atraer algún lobo salvaje o bandido. Si se aparecían, allí estaría él para hacer su trabajo. Se había quedado despierto para hacer guardia y vigilar los alrededores, agradeciendo a la Luz por otorgarles una noche tranquila.

Durante todo aquel tiempo había meditado sobre su estatus actual. ¿Seguía siendo un defensor de la Luz como antaño, un paladín en justa regla? No. Aunque seguía creyendo con firmeza en la Luz, el paso de los años había hecho menguar sus poderes. Brayden se miró la palma de la mano derecha, detallando sus líneas y callosidades, recordando cómo podía obrar milagros de la misma forma que podía castigar a las sombras.

«Ahora solo es una mano común y corriente.» pensó el viejo caballero, volviendo a centrar la mirada en las llamas. El mercader se revolvió en sueños entre su manto y le dio la espalda. Quizá ya no tuviera sus poderes, y quizá se había visto obligado a vivir en condiciones extremas, pero su resolución y su fe seguían siendo las mismas que hacía años. Estaba viejo pero no derrotado todavía, y ese pensamiento le hizo sonreír. Mientras le quedara aliento en sus pulmones, seguiría llevando por los caminos los preceptos de la Luz y seguiría defendiendo al inocente como siempre había hecho.

«Por mi Sangre y Honor, sirvo.»

Reanudaron la marcha en cuanto llegó el amanecer. El mercader se quejó de que le dolía la espalda y que cuando se quitó las zapatillas creyó ver sangre en la planta de sus pies. Brayden lo tranquilizó ofreciéndole un poco de pomada que guardaba para sí. Al aplacar sus constantes quejas, siguieron su viaje en absoluto silencio hasta que llegaron a Goldshire. Una vez más, el mercader dio las gracias al caballero e insistió en ofrecerle oro por haberle ayudado, más Brayden volvió a negarse rotundo.

–¿Seguro, Sir? –preguntó el vendedor con verdadero desconcierto. Brayden supuso que ninguno de los que le habrían ayudado en el pasado se había negado a recibir el oro–. Al menos permita que le pague con algún regalo, es lo menos que puedo ofrecerle–insistió pero Brayden volvió a negarse. Quizá pensase que era un viejo demasiado ingenuo o que por el estado de sus harapos necesitaba desesperadamente que lo ayudasen, pero su negativa iba mucho más allá de eso. Al no conseguir que aceptara sus ofrecimientos, el mercader puso los brazos en jarra y le preguntó: –. ¿Quién es usted, Sir?

–Solo otro vagabundo de los caminos, mi señor –respondió Brayden, volviéndose para tomar el camino a Northshire–. Un Caballero Errante.

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El Ebrio Errante

A pesar de que la carretera del Rey estaba empedrada, Willis no conseguía dejar de dar traspiés a medida que avanzaba. Tampoco podía ver muy bien. Los grandes robles, el camino, las luces de las lámparas en la lejanía, todo lucía emborronado, como cubierto por una niebla espesa. Volvió a dar un traspié y por poco se cae, pero logró mantener el equilibrio. Y por los dioses que le costaba lo suyo.

–Deja de moverte –se dijo Willis a sí mismo, arrastrando las palabras. La lengua se le pegaba del paladar–. Espera que todo… deeje we dar gueltas…

Se detuvo a la vera del camino y se apoyó de una cerca. Sentía el estomago revuelto y las nauseas hacían que le palpitaran las sienes de forma insistente. Por la luz, había bebido demasiada cerveza en la Posada de los Gallina, en Stormwind. Willis sonrió. Había tenido suerte. En un día normal apenas y podía procurarse una; ese día había logrado tomarse casi doce pintas seguidas. Y lo había conseguido porque un acaudalado mercader pareció haberse sentido con suerte y las había brindado a todos en la taberna. Willis consideró que no era lo correcto negarse. «¿Por qué se siente con suerte?» le había preguntado Willis al comerciante. Este bebió un largo trago de su pinta y con la espuma mojándole los bigotes le dijo: «Porque quisieron robarme y un anciano idiota que se cree Caballero lo impidió –luego de tomarse otro sorbo y emitir un eructo, añadió–. Quise pagarle una buena suma de dinero… pero fue demasiado imbécil y se negó a aceptarlo.» Varios de quienes lo rodeaban rieron a su alrededor, incluyendo Willis. ¿Quién podría ser tan idiota para negarse a una recompensa?

«Si me la hubiera ofrecido a mi –pensó Willis, conteniendo unas arcadas–. No la hubiera rechazado… No señor.» volvió a tener otra arcada y esta vez no pudo contenerla. Vomitó toda la cerveza, el pan y el trozo de cecina que había sido su comida de todo el día. Su jaqueca se intensificó y lo peor todavía habría de venir.

Empezó a llover.

–¿Es.. ewwn segrio? –masculló al cielo cuando las lluvias empezaron a clavársele en la piel como agujas diminutas. El cielo tronó, como si le respondiera, e intensificó el chaparrón. Necesitaba llegar a Goldshire cuanto antes. Los establos junto a la posada Lion’s Pride solían estar bien calentitos. Iría hacia allá y se echaría a dormir sobre una bala de heno. Sí, eso haría. Con ese objetivo en mente echó a andar. Aunque le molestara el diluvio que le caía encima, el frió hizo que se avispara un poco más, diluyendo la niebla que emborronaba su visión.

Cuando se detuvo en un punto del camino y miró hacia la derecha para ver el cementerio, ya que solía trabajar allí de vez en cuando, cavando tumbas nuevas o manteniéndolo limpio por unas cuantas monedas de cobre, se fijó en algo que llamó su atención.

Al acercarse, teniendo cuidado de no caerse, empezó a ver unas extrañas marcas en la tierra. La lluvia había convertido todo el lugar en un barrizal, pero aún así Willis estaba lo suficientemente espabilado para ver lo sucedido. Siguió las huellas, porque definitivamente eran huellas las marcas en el suelo, y recorrió todo un camino hasta dar con…

–¡Por la Luz! –masculló el borracho.

Muchas de las tumbas estaban abiertas.

–¿Pero quién? –se preguntó el ebrio, detallando cada una de las tumbas vacías. Parándose aquí y allá, y luego buscando en los alrededores por si el responsable estaba cerca, pero la lluvia, demasiado torrencial, se había encargado de levantar una espesa niebla por encima de la tierra–. Debo… avisarle a la gente del pueblo… si, es lo que haré.

Ante tal descubrimiento, Willis se dio media vuelta y corrió como enloquecido hacia Goldshire.

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Brayden

–Allí, mi señor –dijo el borrachín, señalando las huellas en el barro. No dejaba de estrujarse las manos con nerviosismo y tampoco se despegaba del grupo de caballeros, como si temiera algo o a alguien–. Por ahí debieron haber llegado.

–O haberse ido –señaló el viejo caballero errante, arrodillado junto a una tumba vacía cuyo ataúd había sido destapado. La lluvia caía incesante, inmisericorde y convertía la tierra blanda de esa parte del bosque en un barrizal. Los otros tres caballeros tampoco lo tenían fácil a pesar de haber descubierto el rastro de los responsables de aquella atrocidad.

–Tenemos que detenerlos, sean quienes sean. –le oyó decir al elfo Daesis al otro lado del cementerio. Brayden asintió estando de acuerdo. Aunque la lluvia no les ponía fácil la tarea. Willis le seguía a todos lados y había perdido todo rastro de la borrachera que tenía cuando llegó a la posada. Por él se habían enterado de que unos supuestos profanadores de tumbas habían robado los cadáveres de los recién enterrados.

«¿Pero a donde se han ido?», se preguntó el viejo caballero. Estaba todo calado hasta los huesos y sentía un leve resquemor en el pecho. Rogó a la Luz que aquello no se le convirtiera en una pulmonía, ya tenía suficiente con esa vida vagabunda como para que además se le sumara una enfermedad del pecho.

–La cabo Lionhammer ya ha ido a avisar al cuartel –dijo Jonhe. Un hombre alto, con una cota de malla negra por encima de su ropa de cuero negra. La empuñadura de una espadón podía vérsele por encima del hombro. Como era demasiado grande no podía llevarla del cinturón–. Tendremos ayuda de la Guardia.

–No habrán sido tan ilusos –añadió el elfo, igual de calado que Brayden–. Seguro se fueron por el bosque –vio al caballero Pablo y le preguntó–. ¿Nos ayudará?

Pablo Lionhammer era otro paladín que Brayden había conocido. Proveniente de su tierra y muy servicial. El muchacho asintió y se unió a su búsqueda, echando un vistazo sobre las tumbas vacías. Luego de un rato de búsqueda infructuosa, se dan cuenta de que las huellas convergen hacia un único camino a la entrada del cementerio. Al seguirlas, los cuatro caballeros, seguidos por Willis, dan con unos surcos en la tierra, paralelos entre si y muy hundidos.

–Por la Luz –masculla Brayden, aunque Jonhe es quien da voz a su pensamiento.

–Parece que usaron un carromato –dijo el caballero.

–Allí habrán tendido los cuerpos, si –secundó Daesis. Brayden estaba de acuerdo. El número de tumbas saqueadas era grande, más de la mitad del cementerio. Era lógico que los responsables usaran algún vehículo para llevar tal carga–. ¿Pero qué clase de monstruo haría semejante atrocidad? Profanar tumbas en pleno cementerio de villa dorada.

–Lo harían muchos –dijo Jonhe–. La locura es un límite fácil de superar en estos tiempos.

–Bueno señores –dijo Willis, acercándose–. Ya que les he avisado sobre este incidente… ¿Será que pueden darme algo a cambio de la información?

–¡Fuera de aquí truhán! –le advierte Brayden al ver como Daesis empieza a rebuscar en su bolsa algo que darle–. ¡No te aprovecharás de que hacemos nuestro deber para poder procurarte más cerveza con la cual seguir tu vicio!

Willis hizo una mueca de disgusto ante las palabras del viejo caballero. Que fuera a hacer pucheros a otro lado, se dijo Brayden, pero de él no recibiría nada. Odiaba a los pedigüeños y a los facinerosos casi tanto como a quienes habían robado las tumbas. Nada les impedía poder encontrar un trabajo decente con el que ganarse la vida, en vez de ir por la vida aprovechándose de la buena intención de la gente.

–Pero, Sir –dijo Daesis, extendiéndole dos monedas de plata al borracho–. Quizá no tenga qué comer.

Jonhe le dedicó una mirada no muy convencida a Daesis y Brayden prefirió ignorarlo. Willis cogió las monedas cual ave rapaz y se alejó sin siquiera darle las gracias al elfo.

–Veamos hacia donde se dirigen las marcas –dijo Brayden. Pablo asintió, de acuerdo y entre todos se pusieron manos a la obra. Al seguirlas, Pablo fue el único que en darse cuenta de que las huellas iba hacia el camino empedrado que era la carretera del Rey. Cuando llegaron a la vereda, Brayden lanzó una maldición, reconociendo que por allí sería difícil saber hacia dónde se habrían ido los profanadores.

–Seguro habrán disfrazado el carromato –dijo Daesis, colocándose en medio del camino–. Si no los guardias se percataran de la carga que llevan.

–Es lo más probable –dijo el anciano tras meditar por unos segundos. Miró hacia el norte y descartó la posibilidad de que los profanadores se dirigieran a Stormwind, por ser absurdo. Posó su vista entonces hacia Goldshire–. Vayamos al pueblo, quizá alguien lo haya visto.

–De acuerdo, vamos –asintió Jonhe. El resto se puso de acuerdo y emprendieron la marcha hacia Goldshire bajo el nublado cielo.

En el pueblo optaron por separarse y preguntar cada uno a un aldeano para agilizar la búsqueda. Brayden se dirigió hacia un viejo parado junto a un poste, que tenía el cabello entrecano y una expresión agotada en el rostro. Al preguntarle sí había visto algún carromato con una carga sospechosa en la parte de atrás, el anciano le preguntó a su vez quién demonios era él. ¿Acaso un guardia fisgón del ejercito de Stormwind o un bandido? Brayden le dijo que no era ninguno de los dos, solo un simple caballero errante que estaba tras la pista de unos profanadores de tumbas que habían robado cadáveres del cementerio de Goldshire. Al oír aquello el viejo murmuró una plegaria a la Luz y, aunque siguió mirándole con desconfianza, le dijo que había visto muchos carromatos aquel día y no se había fijado en ningún en especial.

«Esto será difícil.», pensó Brayden mientras volvía con los otros. Ni Daesis ni Pablo habían tenido suerte de averiguar nada, solo Jonhe había logrado que un vendedor le dijera que había visto el carromato que buscaban. Al parecer se había dirigido hacia el sur, aunque no consiguió especificar a través de qué camino. «¿Pero qué parte del sur?» se preguntó el anciano.

–Duskwood está al sur –dijo Daesis. A su alrededor, la gente caminaba de un lado a otro, deteniéndose en los tenderetes o respondiendo al griterío de los vendedores. Varios caballos relincharon al pasar junto a ellos–. ¡Deberíamos descartarlo?

–No, hijo, no lo creo. –dijo Brayden, luego volviéndose al resto–. Sí fueras un profanador ¿Irías a través del camino real sabiendo que hay guardias de Stormwind vigilando la frontera?

–Puede que viajaran a través del bosque –dijo Jonhe.

–Sería menos complicado –dijo pablo–. Pero más seguro con cuerpos en el haber del carromato.

Brayden no conocía el bosque de Elwynn en toda su extensión, pero sí recordaba que había un río que servía de limitación para separar una región de otra. Quizá si…

–¿hay algún atracadero o embarcadero cerca de aquí? –preguntó Brayden. Era la opción más lógica si se pensaba bien. Los profanadores no viajarían por la frontera sabiendo que la guardia los detendría y revisaría su cargamento profano. No, estaba seguro de que usarían el río para transportar los cadáveres.

–Al sur –se apresuró a contestar Daesis–. Pasados los campos y granjas.

–Tiene lógica, si –dijo Pablo, con el rostro iluminado–. En el río no hay demasiada seguridad.

–Vale, jóvenes –dijo Brayden, sintiendo la anticipación bullirle por dentro–. Echemos un vistazo a ese lugar. Sí tenemos suerte y la Luz nos acompaña, podremos atrapar a los profanadores.

–Por mí de acuerdo –asintió Daesis a sus palabras. Ante el descubrimiento, se dirigieron hacia los establos de la posada Lion’s Pride para recoger sus corceles. Brayden supuso que tendría que viajar en la grupa de alguno de los caballeros, ya que no tenía caballo propio. Se había visto en la obligación de vender su destrero hacia tiempo, contando que el oro que recibiría a cambio le ayudaría a subsistir durante un buen tiempo. Le sorprendió más bien que Daesis le tendiera las riendas de su propio caballo.

–Puede subirse a Kylwen –Brayden cogió las riendas que le tendían, agradecido. Era un buen corcel, bien cuidado y de aspecto recio. En cuanto el viejo caballero pasó una mano por su cuello, el corcel respondió a su cuidado con un leve resoplido–. Yo iré a pie.

Al principio Brayden se preguntó si eso sería prudente, pero recordó que aquel era un joven elfo. Con facilidad podría mantenerles el paso aunque ellos estuvieran sobre los corceles. Así, ya montado sobre Kylwen, al igual que los demás en sus propias monturas, iniciaron la marcha hacia el sur del bosque de Elwynn.

Cabalgaron a través de colinas, pasando sobre enormes raíces y lugares accidentados, esquivando enormes robles cuyas ramas tupidas que formaban un techo de hojas que impedía a los rayos del sol iluminar el interior del bosque, pues había dejado de llover. Brayden agradeció aquello a la Luz a medida que llevaba a Kylwen por las veredas. El camino fue descendiendo en una pendiente y al cabo llegaron hasta las lindes del río.

Fue entonces cuando vieron la operación en progreso. Se detuvieron por encima de un risco que rodeaba el atracadero, donde Brayden vio a tres hombres encapuchados y vestidos de negro haciendo guardia. Más allá, en la zona de embarque, vio a otros tres más descargando los cadáveres del carromato, y tirándolos sobre un bote como si fueran sacos de papa.

–Son esos –señaló Daesis, quien gemía debido al cansancio–. Y los atrapamos con las manos en la masa.

–Si –convino Jonhe–. Es aquí, sin duda.

Uno de los sectarios los vio sobre el risco y dio la alarma. No teniendo ya la sorpresa de su lado, el grupo de caballeros se decidió por atacar.

–Vamos a rodearles –propuso Sir Pablo–. Iremos por los flancos. Sir Brayden, usted por allá.

El viejo caballero asintió y arreó a Kylwen hacia el flanco derecho. Rodeó la casucha que servía de almacén y empezó a descender por el risco. Los gritos de batalla resonaron a través del pequeño embarcadero cuando sus camaradas se lanzaron al ataque. Uno de los sectarios desenvainó un puñal y corrió directo hacia Brayden, con la intención de clavar aquel filo en el corcel.

El caballero desenvainó su propia hoja y, espueleando al caballo, cargó contra él. El sectario esquivó el caballo justo antes de que Brayden lograra alcanzarlo, aunque no se salvó de su destino, pues Jonhe, quien había despachado ya a su contrincante, logró atravesar al cultista con su espada.

Kylwen resopló en anticipación. Brayden se fijó que los otros tres profanadores, al verlos atacando a sus vigilantes, se apresuraron y terminaron de cargar los cuerpos sobre el bote de forma aparatosa. Uno de ellos, un hombre ataviado con túnicas moradas y que parecía ser el líder, masculló algunas órdenes y señaló a los caballeros. Sus secuaces dejaron lo que estaban haciendo y, sacando sus propios puñales, empezaron a dar alaridos.

–¡A por ellos! –gritó Sir Pablo, bajándose de su corcel. Brayden hizo lo mismo, aunque no apartaba la mirada del cultista de morado que empezaba a abordar el bote lleno de cuerpos.

–¡Maldición! –gritó el ex paladín–. ¡No dejen que huya!

Brayden recibió al primer sectario cargando contra él. Le embistió de tal forma que lo hizo caer de tumbo, rodar por las tablas del muelle e ir a parar al agua. No ve cómo Pablo rinde cuenta del otro pues una sombra de negro pasa como una centella ante sus ojos.

«¿Luz bendita qué…?», no alcanzó a terminar su pensamiento pues vio como Jonhe atravesó el muelle y saltó por el borde de este en dirección al bote. Cuando oyó el chapuzón más adelante, supo que no había conseguido caer sobre su objetivo. Brayden se acercó hasta el borde del muelle, mirando primero como Jonhe iba hundiéndose en el agua y luego como el bote y su contenido se iban alejando a medida que el sectario iba remando.

«No puedo dejarle escapar.» pensó el viejo paladín al tiempo que se descolgaba su arco corto y sacaba una flecha del carcaj en su espalda. Si dejaban que aquel cultista se saliera con la suya, sabía que convertirían a esos cuerpos putrefactos en soldados descerebrados de una voluntad maligna, para ser usados en un ejército. ¿Quién iba a controlar dicho ejercito? Todavía no lo sabía, pero no se quedaría allí plantado para dejar que sucediera. Tensó el arco, oyendo los esfuerzos de Jonhe por salir del agua, apuntó y…

La flecha silbó en el aire, volando en un arco descendente que pasó por encima del sectario. la flecha se hundió en el agua, tras la estela que dejaba el cultista mientras remaba.

–Maldita sea –dijo Brayden, frustrado por el tiro. Oyó otro chapuzón y al dirigir su mirada hacia el río, vio que Pablo se había zambullido al agua para rescatar a Jonhe. Brayden miró a su alrededor, buscando algo qué lanzarle a ambos jóvenes que pudiera servirles de asidero. Encontró una soga entre varias cajas y lanzó un extremo al agua, que Pablo logró agarrar para poder mantenerse a flote. Había conseguido salvar a Jonhe.

Mientras el joven ayudaba al casi ahogado a llegar hasta la orilla del río, Brayden volvió la mirada río arriba. El bote se había perdido de vista y no había señales del sectario por ningún lado. Profirió otra maldición y, dándose media vuelta, fue junto con los jóvenes.

–Gracias –dijo Jonhe a Pablo, a la vez que trataba de recuperar el aire. Estaba todo empapado y agotado. Brayden dio gracias a la Luz porque se salvara, pues otros en su misma situación no habían tenido tanta suerte, lo que le hizo enfurecerse al mismo tiempo debido a la imprudencia del joven.

–¿En qué demonios estabas pensando, muchacho? –Brayden se le acercó y lo cogió del cuello de la camisa de cuero–. ¡Esas movidas temerarias podrían llevarte a la muerte la próxima vez!

Brayden lo soltó y se dio media vuelta, hecho una furia.

–Era una oportunidad –a Jonhe lo interrumpió un ataque de tos–… para atraparlo.

–¡Teníamos la oportunidad antes de que saltarás, hijo! –restalló Brayden, más molesto aún por aquella respuesta–. ¡Ahora se han ido, maldita sea!

–Lo siento –quiso disculparse Jonhe–. Aunque podríamos seguirlo.

–Ya es demasiado tarde para eso.

Jonhe bajó la cabeza y masculló una maldición. Ahora tendrían que ir a Duskwood, Brayden no tenia duda de ello. Aquel líder sectario aprovecharía la cantidad de cadáveres con los que se había hecho para engrosar las filas de su pequeño ejército. ¿Culto de los malditos?, se preguntó Brayden, no lo sabía aunque no descartaba que fueran los responsables. Luz bendita, Brayden trató de calmar su ira. Siempre había entrado en cólera con facilidad. Nunca había estado de acuerdo con esa clase de movidas temerarias como las que había hecho Jonhe. Era un hombre dado a la acción, pero nunca dejaba que la emoción del combate o la desesperación de una situación tomaran control de él. Intentaba evitar en lo posible que las situaciones se salieran de las manos. Ahora ya era tarde, y las consecuencias de haber permitido ese escape les pondría las cosas más difíciles cuando viajaran a Duskwood.

–No con tan pocos, Sir Brayden –dijo Pablo en cuanto el viejo caballero hizo mención de ello–. Hay que esperar una comitiva en todo caso. Esos bosques no son seguros.

–Entiendo –tuvo que admitir Brayden–. Yo tampoco entraría allí sin refuerzos.

Iban a disponerse a volver cuando Daesis indicó que avisaría a la Iglesia de lo sucedido allí. Pablo no tardó en secundarlo y al volverse a Jonhe, le dijo que tendría que hacer un informe sobre todo.

–Recuerda poner en tu informe como dejaste que escapara el sectario –apostilló Brayden, malhumorado, dándose media vuelta para ir por Kylwen y volver al pueblo.

–No se me olvidará, señor –le oyó decir a Jonhe tras suyo.

«Estos jóvenes de hoy en día.» pensó el anciano con amargura. Ante si tenía el camino empinado a Goldshire. Las cosas no iban a tardar en ponerse feas una vez se pusieran en camino a Duskwood, y Brayden rogó a la Luz para que los acompañase en aquella difícil misión.

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