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Un preludio, el Frío Ardiente.


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El viento desplazaba las últimas hojas caídas del otoño, carcomidas por la nieve. Era frío y te atravesaba como lo haría una aguja en la piel. A cada paso era más difícil, a cada paso el viento nos robaba el aliento y aquel entusiasmo con el que emprendimos el viaje.

Los árboles se reían de nosotros, que sentíamos como el frío nos mataba aún por debajo de nuestras gruesas ropas mientras que ellos, desnudos, se mantenían en pie y gozaban de otra estación más que acababa de comenzar en el frío infierno.

Las pisadas acompañaban el siseo del viento como si se tratase de una marcha fúnebre. Cada vez que quebraba una rama me venía a la cabeza el chasquido de un látigo, un látigo que nos obligaba a avanzar como lo hacía el viento. Si alguno se detenía, si alguno desobedecía al látigo, terminaría su viaje y mientras su vida se congelaba los demás continuaríamos; el viaje es de cada uno y cada cual decide su destino.

Comenzó a nevar por tercera vez aquel día. Los copos eran desplazados de su camino y nos golpeaban en la cara, ardiendo como las ascuas de una hoguera, “Recordad, el frío ardiente, el frío que quema” nos había dicho el Tuerto antes de abandonar la aldea, el calor de la posada, el danzar de las llamas en la chimenea…

“Nunca miréis atrás, nunca miréis al cielo, cerrad los ojos cuando el primer copo de nieve llegue al suelo o tuerto no solo seré yo. Recordad, el frío ardiente, el frío que quema. Hasta que no crucéis el Paso el frío os perseguirá, cerrad los ojos aunque sea la noche, aunque la luz haya desaparecido.”

Todos lo vimos cuando descendimos el Mae, allí el invierno ya había llegado. No quedaban hojas en los árboles ni hierbas en los suelos. Todo era de blanco y negro. Y entonces comenzó a nevar como lo haría en cualquier otra parte. Dohr miró al cielo como lo había hecho decenas de veces al ver caer los copos, pero no vio nada. No gritó ni lloró, ni siquiera se movió, no hacía falta. Se arrodilló en la nieve y allí, ciego, decidió esperar a que nuestro viaje nos trajera de vuelta a ese lugar y pudiésemos devolverle a su hogar.

Ahora, subiendo el río helado, el viaje estaba llegando a su fin. Dohr no fue el único que puso fin al camino antes de terminarlo. De los seis que habíamos abandonado la posada solo quedábamos tres. Mel cayó por el precipicio mientras caminaba con ojos cerrados a causa del frío ardiente, y apenas hacía medio día desde que las pisadas de Iash se habían perdido y dejado de escuchar entre los árboles.

La nieve cesaba y podíamos abrir los ojos de nuevo. La gruta por la que caminábamos era profunda, allí la nieve apenas lograba llegar al camino. Al final de la gruta la oscura entrada ya había hecho su aparición mientras nuestros ojos cerrados no la podían ver.

Por Dohr, Mel e Iash sonreímos, el frío ardiente llegaba a su fin. El crujir de las ramas, las pisadas en la nieve y el silbar del viento ya eran un recuerdo lejano. Allí, a las puertas del Paso, éramos conquistadores que habían doblegado el Glaciar Rojo.

Nadie lo esperaba, el Glaciar era la última carta en la mano de los señores, la carta que siempre descansaba en la mesa y nunca era usada. Una carta que podría ganar el juego o terminar con tu estancia en él. Todos los jugadores tienen esa carta, y saben que los otros también la poseen. Así, el Glaciar era la defensa de todos ante los demás, el miedo que su uso podría generar, hasta que uno de ellos tomara la decisión de usarla.

Y ahora cruzábamos el Paso para ganar el juego, se había utilizado la carta y debería hacer su función.

Allí todo era oscuro. El constante goteo del agua dentro de la cueva era ahora nuestro acompañante. Era amplia, más que la mayoría de edificios que habíamos visto en nuestra vida. El olor a humedad llegó a ser insoportable. Ratas y ratones.

Unos metros más tarde ya habíamos doblado el primer recodo, y la luz exterior que nos había guiado desaparecía. Con el alma recargada nos dispusimos a encender las antorchas. Las estacas y los paños ya estaban fuera esperando la brea, una brea que no llegaría, una brea que había caído al precipicio con Mel. Cruzar el Paso a ciegas, o volver para morir en el frío ardiente.

Teníamos que cumplir, debíamos cruzar y completar la jugada, debíamos usar la carta sin importar el sacrificio.

A ciegas y palpando las húmedas paredes del Paso avanzamos por el túnel en busca del final del viaje.

El débil repiqueteo de los ratones al corretear a nuestro alrededor y el agua que goteaba nos seguían en la penumbra, no pudimos oírlos. Veloces y silenciosos, vestidos con capas cortas, máscaras y capuchas. Más ligeros que un ratón, más mortales que el Glaciar Rojo.

Cayeron sobre nuestra ceguera como la nieve lo hizo sobre nuestros rostros. Noté el frio acero en mis hombros y el manar de la sangre por la espalda, el frío ardiente. Todos tenían la carta, todos la podían usar. No podía verlos y apenas oírlos mientras el Paso se llevaba mi último aliento. Habíamos muerto ciegos, como lo había hecho Dohr al comenzar el viaje.

El Tuerto nos advirtió… “Recordad, el frío ardiente, el frío que quema. Hasta que no crucéis el Paso el frío os seguirá, cerrad los ojos aunque sea la noche, aunque la luz haya desaparecido.”

A ciegas morimos, en el frío ardiente.

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Se trata de un preludio de algo que llevo mucho tiempo escribiendo y me encantaría compartir con gente a la que la pueda interesar. Me animaré a postear un pedazo de vez en cuando.

Enjoy!

PD: está totalmente al margen del WoW, es temática propia

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  • 2 semanas atrás...

- ¡Sienne! ¡Sienne! ¡Tienes que ver esto!

Había despertado y, aunque acabase de llegar el invierno, la temperatura seguía siendo templada y la misma brisa mañanera me arrancó las legañas cuando abrí la pequeña ventana de nuestra habitación.

- ¡Sienne! ¡Ven, corre! – mi hermano pequeño me hablaba desde la puerta de la habitación con cara risueña, ese gesto alegre y en cierto modo estúpido -

Riel siempre se levantaba el primero y salía corriendo al exterior de la pequeña choza buscando cualquier excusa para despertarnos a todos. Muchas veces ni si quiera él sabía que encontraba, muchas veces nada de lo que encontraba era real.

- ¡Muévete o te lo perderás! – chillaba con alegría mientras salía de la casa de nuevo, esperando que le siguiera mientras agitaba los brazos, más excitado que de costumbre-

Esto no era lo normal. Habitualmente cuando Riel descubría algo real, algo que su imaginación no le hacía ver, lo solía traer a casa; algún conejo muerto, una cesta caída de uno de los carros que llegaban del norte y como mucho algún peregrino que había encontrado en el camino, pero sin más interés.

Fuera lucía el sol pero la brisa se notaba más fría debido al cambio de estación, además, tan cerca del Paso los cambios de temperatura eran mucho más agresivos que en las tierras del este. La cercanía con esa tundra congelada no perdonaba.

Riel estaba tras una de las vallas de la casa observando el camino y dando ligeros saltos de emoción a cada instante.

- ¿Qué es lo que ocurre Riel? – y aunque pensé que no me había oído llegar no se sobresaltó y respondió con alegría-

- Son los Naerkhin, ¡los Naerkhin Sienne! Vienen del Paso, les vi justo cuando salí de casa ¡yo les vi! Estaban ahí, donde están ahora, parados en el camino junto a esos carros ¡sí!

Con siete años pocos muchachos se emocionarían de tal forma por cosas como esta, pero él era especial. Parecía que nunca crecería, que sus ojos soñadores se mantendrían en su mirada incluso cuando las arrugas poblasen su frente. Pero en cierto modo, yo misma comenzaba a sentir curiosidad.

Los Naerkhin, según contaban rumores y leyendas, no solían viajar en grupos numerosos. Tampoco lo solían hacer por los caminos y menos aún transportando carros. Los cuentos siempre decían que caminaban solitarios y silenciosos buscando aquello que el señor de Torre Gris les ordenaba. Eran los hombres sin rostro, siempre ataviados con sus misteriosas máscaras, sus capuchas y sus capas cortas… Cada viajero contaba una historia, una versión de esos extraños guerreros, pero todos coincidían en el terror que generaban su presencia.

- ¿¡Los ves!? Se les ha salido una rueda de carro, pero no saben ponerla ¡no saben!

Ahora lo veía; uno de los carros estaba apoyado en el suelo sobre uno de los ejes y la rueda se encontraba unos pasos más atrás, rota. Era cierto, no parecía que hubiesen cambiado muchas ruedas en sus viajes, ni siquiera parecía que estuvieran familiarizados con los carros; los caballos estaban atados de mala manera a los enganches y tanto transporte como bestia estaban en un estado deprorable. La carga que llevaban los carros estaba tapada con unas mantas roídas de color oscuro.

En cuanto a los propios Naerkhin, estaban reunidos en círculo, de pie, a escasos metros de los carros. Parecían conversar pero sus mascaras, cada una de un color diferente, no dejaban ver sus rostros ni el supuesto movimiento de sus labios. A esa distancia no podía escuchar sus susurros.

- ¿¡Están hablando!? Quiero saber lo que dicen, vamos Sienne, quiero saberlo ¡vamos!

- No te acerques ¡Riel! – su risa se escuchaba aún mientras avanzaba pegado a la valla. Seguía siendo un niño que no comprendía los riesgos del mundo. Se agarraba a la valla con el gesto risueño y la mirada extasiada –

Ninguno de ellos parecía haber notado nuestra presencia a pesar de los continuos gritos de alegría de mi hermano, y tampoco se movieron cuando comenzó a acercarse.

- ¿Qué ocurre Sienne? – la grave voz de padre surgió a mis espaldas y me levanté de un pequeño brinco al notarla. Padre era un hombre de poca estatura, fornido y de rostro cansado. Tenía el pelo largo y negro, la cara marcada por la edad y unos brazos acostumbrados al trabajo –

- Na-Naerkhin padre…parece que han tenido un problema con uno de los carros – mientras yo hablaba y señalaba el camino, padre se apoyaba con ambos codos en la valla –

- Naerkhin en el camino tan al norte, debe ser algo importante ¿vienen del Paso?

- No lo sé padre, Riel decía que si, ha ido a ver que ….- me detuve súbitamente al darme cuenta de que padre clavaba la mirada en mi –

- ¿Dónde ha ido? – el semblante de padre cambió repentinamente y sus codos abandonaron la valla –

- Ha ido a ver q-que era lo que estaban diciendo….

En ese momento, unas pisadas ligeras y apenas audibles nos interrumpieron. Uno de los Naerkhin estaba al otro lado de la valla, sujetando a Riel por un brazo. El muchacho había perdido su expresión de alegría, parecía ausente e impasible ante todo lo que ocurría.

- ¿Este cachorro es suyo? – el Naerkhin preguntó a padre. Su voz era lúgubre y se distorsionaba de forma metálica al salir de detrás de la máscara. Nunca había visto algo tan siniestro como aquella prenda, llena de grabados y runas que no comprendía, y de la que emanaba la distante voz. –

- Así es, discúlpelo mi señor, es un pequeño bribón con mucha curiosidad y a veces es incapaz de controlarla. Intente comprenderlo mi señor, vivir aquí tan alejado de la aldea le ha vuelvo un poco salvaje, le cuesta comprender las maneras del mundo. –su voz sonó quebrada, con miedo tras haber escuchado esa voz-

- Le restaremos importancia si nos ayuda a reparar un desperfecto en la rueda de uno de nuestros carros. – la voz era ahora imperante y había tomado un tono mucho más fuerte. Era, desde luego, una afirmación y no una petición –

- Por supuesto, no tardaré demasiado, deje que tome un par de herramientas de la casa y enseguida podrán seguir su camino. Si me disculpa… – padre se dirigió a la casa no sin antes doblar unos centímetros su torso en un torpe intento de nerviosa reverencia. Siempre pensé que padre podría mover montañas, mas ahora era sumiso como un cordero –

El Naerkhin soltó el brazo de Riel y regreso junto a los suyos con paso firme. No sabría decir si me dirigió una mirada antes de hacerlo, la siniestra máscara no parecía tener ningún tipo de abertura para los ojos a excepción de unas limitadas rendijas rectangulares por las que apenas podría entrar una tostada.

Riel se sentó en el suelo, apoyado en la valla y apenas se movió. Mantuvo la mirada en un punto fijo durante varios minutos, incluso cuando padre pasó de largo en dirección a los viajeros, cargando algunas herramientas.

- ¿Qué ha ocurrido, Riel? –me preocupaba mi hermano, no parecía tener rasguños ni golpes, pero nunca jamás lo había visto en ese estado –

- Están muertos, Sienne. No se movían. –el comentario fue seco y frío, algo impropio de un muchacho como Riel-

Por un instante pensé que se refería a los propios Naerkhin y dirigí una mirada hacia ellos; se mantenían impasibles mientras padre colocaba la rueda. Cuando devolví la mirada a Riel el negaba, como si leyese mis pensamientos.

- Ellos no, en los carros Sienne. En los carros están muertos, no se movían. Tenían quemaduras y los ojos abiertos, pero no se movían. Había sangre seca como la que quedó en el tocón cuando padre mató al cerdo. Yo lo vi, lo vi.

Observé durante unos instantes a mi hermano pequeño, que seguía con la mirada fija en el horizonte. Padre regresó, había terminado con la rueda y se dirigió a casa a dejar las herramientas. En el camino, los carros se ponían de nuevo en marcha.

Llevé la mirada a ellos mientras tomaban la curva y pude ver como de cada carro sobresalían un par de piernas vestidas en ropajes gruesos y oscuros, llenos de quemaduras.

Tres carros, tres cadáveres que los Naerkhin conducían hacia la Torre Gris.

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Enjoy!

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  • 3 semanas atrás...

El bullicio venía siendo habitual desde hacía varias semanas. Decenas de mercenarios y soldados venidos de todas partes llegaban día tras día a la ciudad y la colmaban de gritos y celebraciones. Las calles se llenan de otros tantos mercaderes y comerciantes que aprovechan la crecida de la población para vender todo lo que fueran capaces de ofrecer.

Ya no era tan sencillo, no podía meter las manos en los bolsillos de cualquiera y esperar que nadie me viese. Debía ser precavido y mantenerme atento a las mejores ocasiones.

- Silencioso como un Naerkhin, rápido como un halcón del norte– repetía una y otra vez desde hace años, haciendo alusión a criaturas que habitaban las leyendas que conocía desde crío –

Las manos en el profundo bolso de un comerciante sureño, en el petate de un mercenario del este o en los bolsillos de una mujer de la propia ciudad. No me importaba a quien robar ni el castigo que me pudiese suponer, solo me interesaba conseguir algo. Dinero o comida.

Robar a un mercenario podría significar una condena definitiva si no se hacía con cautela y planificación. Ellos no eran soldados, no te llevarían ante el juicio de la Torre ni te dejarían pudrir en las carcomidas celdas de las que podrías escapar en escasas dos semanas. No, los mercenarios te arrastrarían a una cloaca o un callejón y terminarían con tu pulgosa vida.

Esto, sumado al hecho de que eran aproximadamente unos quinientos mercenarios, aumentaba las probabilidades de terminar muerto. Pero no les tenía miedo, me había visto inmerso en decenas de trifulcas y peleas a lo largo y ancho de toda la ciudad. Conocía las callejuelas más estrechas y las esquinas más oscuras. El filo de una espada había rasgado mi piel en diversas ocasiones pero, ya fuera por mi suerte o por la clemencia de mi agresor, siempre había salido con todos los miembros intactos y la ganancia entre mis manos.

Me dediqué toda la tarde a seguir a un grupo de tres mercenarios sureños que parecían contar con una buena bolsa de monedas recién entregada por el tesorero de la Torre. Viajaron de taberna en taberna hasta que al atardecer entraron en el burdel de Kashelin.

- Esos puercos van a gastar mi dinero en putas… – mi dinero, el que había seguido durante todo el día, probablemente acabaría en la caja de Kashelin. Golpeé la pared de adobe del edificio tras el cual me escondía, y me raspé los nudillos.

Pude distinguir la cargante y chillona voz de la lenona preguntar que deseaban una vez los tres habían entrado al local. Después la puerta se cerró tras sus espaldas.

El burdel era un edificio aislado del resto. La parte principal era de base cuadrada y construida con madera de color cobrizo que se mantenía muy brillante debido a su cuidado. Adosado al edificio principal había un pequeño establo de tejado inclinado construido en adobe y sobre el que se podían ver dos de las ventanas de la parte superior del edificio principal.

Había subido allí cientos de veces para meter la mano por una de las ventanas y tomar el dinero de sebosos comerciantes que intentaban alegrar sus noches con alguna de las putas de Kashelin. Me divertía ver como reaccionaban esos timadores obesos al no encontrar el dinero y tener que hacer frente a una mujer rabiosa y posteriormente a los chillidos y juramentos de Kashelin. No era conocida por su buen carácter.

De nuevo, como tantas veces había hecho, escalé por una de las esquinas del pequeño establo y me pegué a la pared del edificio principal, junto a una de las ventanas. Esperé.

Entraron los tres precedidos por una mujer bastante agraciada en cuanto a su alimentación y que llevaba los cabellos recogidos en un moño lleno de roña y suciedad. El mejor burdel de la ciudad, pero no el más limpio. Al cabo de un rato entraron otras dos mujeres más delgadas y aproximadamente de mi propia edad. Mientras las tres se desvestían mi mirada seguía clavada en los mercenarios que las observaban con rostros depravados. Sentí pena por ellas durante unos instantes; tendrían que complacer a eso brutos y yo me llevaría su dinero. Sin embargo mi alma siempre ha sido negra, y esas muchachas no me iban a pagar la comida si no robaba ese dinero, yo mismo me había repetido cientos de veces que no había que preocuparse por los demás, ellos no lo harían por ti.

Esperé a que estuvieran ocupados y lentamente empujé la ventana. Las bisagras chirriaron débilmente y por un instante pensé que una mano peluda saldría del interior y me sostendría con fuerza, sin embargo el ruido no había cesado en el interior y pude llevar los ojos a la estancia al tiempo que alargaba la mano en pos de palpar la mesilla que había bajo la ventana, intuyendo que habrían colocado ahí la bolsa para alardear de su fortuna.

Allí estaba como era de esperar. Sobre algunas de las ropas de los brutos se encontraba la bolsa en la que se podían ver la marca de decenas de monedas apretadas unas contra las otras. Mi mano se cerró sobre ella y me aparte de la ventana, di cuatro pasos de espaldas y salte del tejado.

La noche ya llegaba.

No me quedé a ver como los brutos lidiaban con las muchachas, ya tenía lo que andaba buscando. Esa noche la Torre me pagaría la cena, y la noche siguiente, y la siguiente… Mientras me dirigía al Cubil Llameante una caravana de tres carros avanzaba ruidosamente por la calle de la Pluma en dirección al centro de la ciudad. No me habría detenido por nada del mundo, a excepción de la visión de seis Naerkhin que dirigían los carros en parejas, con sus condenadas máscaras y su temible presencia.

En mis años corriendo por todas las calles de Torre Gris solo había visto un Naerkhin en una ocasión, caminando hacia la Torre. Parecían llegar de un largo viaje, sus capas cortas estaban manchadas y algunas rotas, tenían pedazos de barro en las mascaras y las capuchas. Los carros estaban en un estado desastroso y despedían un hedor que muchos habrían reconocido. Los propios caballos estaban heridos y fatigados, como si les hubiesen obligado a cabalgar sin descanso desde más allá de las costas de Oriente.

Seguí la caravana hasta la propia Plaza Quebrada, a los pies de la Torre. Allí, observados por decenas de personas que los habían seguido en comitiva al igual que yo, alinearon los carros y retiraron las mantas que tapaban el contenido de cada uno de ellos, dejándolos al descubierto.

Tres cuerpos, uno en cada carro, yacían en un estado de descomposición bastante avanzado. Los tres estaban vestidos con ropas oscuras y gruesas. Presentaban quemaduras tanto en los ropajes como en los corrompidos rostros. Sangre seca en las espaldas.

Los Naerkhin cargaron los cuerpos por parejas, sin dirigir una sola mirada a ninguna de las personas que se iban concentrando a su alrededor, y caminaron hacia la Torre mientras la luna comenzaba a brillar sobre la ciudad y las gentes se desperdigaban temiendo que no debían haber presenciando aquel arribo de muerte.

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Enjoy sou much :P

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