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IV Concurso de Arte Milardo Davinci


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  • 3 semanas atrás...
  • Administradores

CANDIDATOS DEL CONCURSO

Categoría de Escritura

  • Participante: @Sacro
  • Pieza presentada:
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-Tribulaciones de un Posadero-

IV

-De Padres e Hijos-

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Posada del Orgullo del León

Farley era un hombre con una mente despierta muy a pesar de lo que aparentaba de buenas a primeras. Muchos le veían farfullar para sí y escupir el tabaco de mascar contra los escupideros como si se tratase de un viejo senil y retraído que había dejado en manos de Dobbins y él el cuidado de su posada hacía años. Pero Brog era el mayor confesor de ese maldito viejo bastardo. Le conocía desde que había llegado a la posada pidiéndole trabajo para él y para Drucilda cuando aún conservaba su vigorosa melena, juventud y su espíritu aventurero. De hecho sabía bien que el viejo aparentaba no estar del todo en sus cabales para enterarse de todo lo que decía y hacía la gente, pues hablaban con demasiada confianza delante de sus narices. ¿Y por qué no hacerlo, si era un viejo senil que solo farfullaba, maldecía y escupía gapos negruzcos por el tabaco de mala calidad que mascaba?

¿Astuto, no?

¡Claro que lo era!... Brog había aprendido mucho de Farley y tenía aún mucho más que agradecerle. Muchos decían que era un viejo hosco, tacaño y de mal carácter que había acabado de forma voraz con otras pequeñas posadas del pueblo con una agresiva competencia cuando era más joven y "cuerdo", sin contar que era un usurero que abusaba de sus empleados con pagas miserables y tratos injustos. Pero la verdad era que, desde mucho antes de la llegada de Brog a Villadorada, Farley había logrado echar adelante uno de los negocios más conocidos del reino por sus excelentes rones añejos.

Además de eso, le había ofrecido su confianza cuando era un simple muchacho y le había dado todo su apoyo cuando más lo necesitó. Farley gustaba del chisme, pero le beneficiaba manejar información para poder enfrentar a la competencia. ¿Tacañería? ¡claro que no! había que aprovechar todo el dinero y saberlo administrar; ¿Cómo podrías hacer próspero un negocio si no sabías guardar el dinero y aprovechar las oportunidades?. ¿Aparentar senilidad? era algo ruin o bien astuto, pues Farley se enteraba de mucha información y eso era preciado según que situaciones en el pueblo.

Fuera como fuera, Brog había aprendido cosas que le habían permitido hacer del negocio de la hostelería y la atención de los clientes un arte. Por un momento recordó a su padre y sonrió pensando "ironías de la vida", mientras su mente se proyectaba al nirvana maravilloso del pasado. 

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Crestagrana, hace 40 años.

Años atrás...

El pequeño niño moreno de cabellos cobrizos limpiaba la barra de una posada pequeña, pero bastante concurrida en algún lugar perdido de las montañas de Crestagrana, mucho antes de que los orcos hicieran inseguras esas tierras. Aunque limpiaba con esmero la mesa, su mente se encontraba en los océanos inexplorados del mundo, combatiendo a sangrientos piratas o monstruos marinos. Se encontraba atravesando las montañas duras e invernales de Dun Morogh junto a una partida de aventureros o explorando el mundo más allá de los mares del este. Soñaba en su más pueril infancia con las maravillosas aventuras que de niño le contaba su padre, el buen y campechano Brann Patosar.

 

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La Esquina de Patosar

Aún no acababa de comprender por qué su padre, un gran cazador de bestias y tesoros, había dejado su vida de cazador de bestias y explorador de la Liga de Expedicionarios para dedicarse al monótono oficio de la hostelería. Solo sabía que en determinado momento de su vida, Brann había decidido dejar atrás la más grande de sus aventuras y, con los ahorros de toda su vida conseguidos de las expediciones en busca de tesoros que había hecho por el mundo, fundó la "La Esquina de Patosar", el paradero donde él había crecido viendo los enormes trofeos de caza y reliquias que su padre había conservado de sus aventuras.

Un golpe en la mesa le hizo volver a la realidad, causando que Brog blanqueara los ojos.

-¡Vamos, muchacho alelado, te he dicho que me sirvas!- exclamó el viejo Robert Jhones, un leñador de las cercanías que se iba a la posada a embriagarse y escuchar las batallitas de su padre cada día.

- Lo siento, solamente...-

- Brog, ¿cuántas veces te he dicho que espabiles cuando haces tu trabajo?- bramó la voz hastiada de su padre- Rodrick, cubre a tu hermano. él y yo tenemos que hablar-

-¡Pero padre...!-

-¡AHORA!- sentenció Brann y su hijo pequeño no rechistó más. le llevó a la cocina, donde se encontraba su madre cocinando con esmero la comida de los clientes.

- Padre... te juro que yo...-

- Tienes que entender, Brog, que para llevar a la grandeza a un negocio, tienes que hacer de tu cliente el más feliz y conforme posible-

- ¡Pero a mi no me gusta atender la barra!- protestó- ¡Yo quiero ser como tú, papá!-

Brann apoyó las manos en sus hombros, algo agotado. Era un hombre calvo y regordete, pero conservaba brazos poderosos y piernas fuertes de sus viajes. Blanqueó los ojos, cansado, mirando ahora a su hijo con menos severidad.

- ¿Y yo que soy, Brog? un posadero- musitó- He nacido para atender a la gente y cuidar de ustedes, por eso estoy aquí. Y por eso quiero que te esmeres, para heredar el negocio junto a tu hermano, para que sigáis mi legado-

La esposa de Brann sonrió, negando un poco con la cabeza. Brog abrió la boca nuevamente, argumentando.

-¡Pero yo quiero cazar crocoliscos y asaltar tumbas, como tú!-

- Creo que se refiere, Brann, a tu pasado- sonrió su madre- ¿quién sabe? puede que el pequeño Brog acabe siguiendo tus pasos como trotamundos. ¿así no me conociste?-

Brann refunfuñó algo por lo bajo, mesándose la calva y limpiándose luego el sudor de esta con el trapo de limpiar tarros, antes de volver a ver a su segundo hijo.

- Vete a jugar con tus amigos, muchacho- sentenció, empujando un poco al  pequeño Brog hacia la puerta trasera de la posada- Regresa antes de las cinco, o haré que trabajes todo el día de mañana-

El niño, sin pensarlo dos veces echó a correr. pero una vez más su padre lo detuvo.

- ¡Pequeño Potro!- graznó- ¡Toma!- y le lanzó una espada de madera que le había tallado hacía poco. Brog tenía buenos reflejos para su edad, por lo que tomó el juguete en sus manos, con una sonrisa ilusionada.

- ¡Gracias papi!- exclamó, contento- ¡Te quiero, por eso seré como tú!-

El niño salió corriendo y se perdió entre los bosques de la montaña, junto a otros niños que jugaban ahí, mientras Brann negaba con la cabeza, reprochante.

- ¿Qué te preocupa, Brann?- dijo su mujer, con curiosidad- ¿Temes por su vida?-

- No es eso, simplemente deseo de corazón que alcance lo que quiere. Y que, de no lograrlo, entienda que el destino da muchas vueltas y que puede que el suyo sea simplemente empujar el de otros a la grandeza-

- Tranquilo, esposo mío- dijo ella conciliadora- Estoy segura de que alcanzará lo que tiene que alcanzar-

La señora Patosar besó los labios de su esposo y él le devolvió la sonrisa, breve.

- Eso espero yo también-

Y volvieron al trabajo, mientras Brog se perdía por las hermosas montañas de Crestagrana.

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Montañas de Crestagrana

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Regresó pues Brog del Nirvana, ya que el barullo de la gente era ensordecedor. Entre la grey que le saludaba, o pedía cosas, no se daba abasto. Tenía el apoyo de Dobbins, pero a veces no entendía como la gente solía buscarle más a él que a su compañero de luchas. Aquellos días Farley les había enviado al Torneo del Ciervo Blanco en un carromato que solía disponer para ese tipo de particulares; Al anciano no se le escapaba ninguna oportunidad de representar a la posada, ganar más dinero y vender licor un poco más caro. ¿Y qué mejor que el torneo que aquél enorme noble de las montañas había financiado? Nada, ciertamente, por lo que dejó en sus morenas manos la responsabilidad de la Posada Orgullo de León y su carromato en los juegos. 

Brog sin embargo, no parecía contento esta vez al servir a la gente que tanto conocía, y eso lo notó la Teniente de ojos color miel cuando se acercó junto a dos escuderas Quel´Dorei a su carro. 

- Te notas algo más callado de lo habitual, ¿se debe a algo?- 

Brog gruñó y señaló el carromato que estaba delante de él. Había un hombre joven de piel morena, con cabellos cobrizos y largos que hacía llamar a su tarantín de alimentos y licor "Coma en Joe´s". Aquél, miraba al buen posadero y le hacía gestos obscenos e irreverentes desde lejos. La teniente y sus acompañantes se extrañaron por la actitud de uno y otro, pues nunca habían visto a Patosar tan angustiado y molesto por la presencia de alguien. 

- No se debe a nada, más que a algo sencillo- alzó la voz, el posadero- ¡Y ES QUE LA COCINA POR SÍ SOLA NO LLENA EL ALMA!- 

E inmediatamente, recibía la respuesta de aquél. 

- ¡COMED AQUÍ, EN JOE´S, PORQUE SOLO SERVIR LICOR, SIN UNA BUENA COMIDA, TE MATA LENTAMENTE, COMO CUANDO NADIE TE APOYA TUS SUEÑOS!- 

Brog parecía auténticamente molesto cada vez que el muchacho le contestaba.

- ¡MUCHACHO INSOLENTE!-

- ¿A qué se debe tanta ojeriza, señor Patosar?- preguntó la escudera criada entre hombres, mirándole raro, e intrigada- son solo unas cuantas ventas menos para usted- 

- No se debe a eso, mujer...- 

Las tres mujeres tomaban por seguro que se debía a que ese joven había acaparado a las ventas, pero se debía a algo más que llevó a Brog al Nirvana una vez más. 

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Drucilda Patosar, en su juventud.

Estaba molesto, empacando todas sus cosas...

¡Ya no soportaba a esa mujer de los infiernos! ¡Le golpeaba, le gritaba y le domeñaba!... ¡Blackhorse era un hombre libre! Decidió meter su suéter verde de la suerte en su petate, llenó una petaca de ron y decidió desempolvar su fiel espada. ¡Se iba a ir definitivamente a su aventura! 

-¿Así, sin más, Brog Brandon Patosar?- sentenció, la voz de una joven Drucilda- ¡Acaso te irás después de todo lo que hemos vivido juntos!- 

-¡Qué vivir, ni qué vivir, mujer!- graznó, amargado- ¡Todo lo que he hecho es cuidar de ti y solo he recibido blasfemias; golpes y maldiciones! ¿qué es eso, vivir? ¡NO LO CREO!. Me voy a ir a las selvas, bien lejos de ti, ¡a cazar bestias y buscar tesoros, a vivir la vida... ¡no voy a ser un maldito posadero ni un minuto más!- 

-¡Es que no lo entiendes, Brog, te necesito!- 

Brog cerró su petate, lo echó a su hombro y abrió la puerta de la habitación donde le hospedaba Farley a ambos desde hacía tres años atrás, cuando llegaron en una noche tormentosa. Brog se enfiló a la cocina de la posada del Orgullo con enormes zancadas, que a esas horas estaba ya cerrada. Trataba de no ver ni de cerca a la mujer, alejarse de ella a toda costa, pues ya no soportaba ni un minuto más de una vida que él no estaba destinado a vivir. Iría, como antaño su padre, a la aventura así que tomó algunas provisiones, las metió en su petate y se giró, dispuesto a irse de la posada. Pero ella se atravesó en la puerta de la cocina, obstruyendo el paso. 

-¿Ahora qué? ¿qué sucede?- dijo, impaciente- ¡ya lo hablamos, apártate!- 

- ¡ESTOY EMBARAZADA, BROG!- 

Y él se quedó frío. En silencio sepulcral. 

- ¡No puedo criarlo sola, no puedo sin ti!- 

Brog soltó todo lo que llevaba encima y la apartó con cuidado, para sentarse en uno de los taburetes de la barra. Tardó mucho en hablar y ella se impacientaba a momentos, pero al final le preguntó, lánguido. 

- ¿Cuando pasó?- 

- Hace un mes, Brog- le miró. 

- No puedo... creerlo- dijo él, causando la exacerbación de Drucilda. 

-¡Está bien! ¿acaso no lo crees?- dijo ella, molesta- ¡Entonces vete, nunca necesité a nadie antes de ti y no será diferente ahora! ¡Ya me he cansado de tu indiferencia ante mí después de todo lo que hemos vivido! ¡VETE YA Y DÉJAME!- gritó, al borde del llanto. 

Pero Brog no se fue... se reincorporó e hincó la rodilla delante de ella. 

- Cásate conmigo- dijo, con los ojos enjugados- Cásate conmigo, te amo- 

-¿Q-qué? ¿acaso... te burlas de mí?- 

Brog negó, insistiendo.

-Cásate conmigo, Drucilda Jhones- 

Y ella no supo que hacer. y él la besó. Drucilda rompió en llanto, mirándolo enamorada y él, la alzó en sus brazos. 

- ¿N-no te irás?- 

- No, Drucilda- dijo, mirándola con amor y determinación- No dejaré a ese niño solo, ni menos a ti- 

Ella sonrió, pero le miró con dudas.

- ¿Y Farley?- 

- Farley os ayudará- dijo la voz del dueño del Orgullo del León desde la penumbra de una de las mesas, levantándose- Pueden quedarse aquí trabajando, el mocoso necesitará qué comer-

- Señor, no se cómo agradecerle, yo...- 

- Preocúpate por criar a ese muchacho y que sea lo que quiera ser, Brog- dijo el tabernero, mirándole con gesto férreo- Eres un buen hombre, ahora preocúpate por ser un padre ejemplar para ese niño y enseñarle cómo ha de ser un hombre de verdad- 

Brog asintió y le ofreció la mano al tabernero, pero este se la negó. Le dio un abrazo paternal. Brog se acercó a Drucilda, poniendo su mano en el vientre de la mujer. 

- ¿Cómo quieres que se llame nuestro hijo, amada mía?- 

Ella sonrió y le miró. 

- Quiero que se llame Joe- 

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La que mentaban la Leona de Lordaeron se quedó con la boca y los ojos bien abiertos. 

-¡TIENES UN HIJO!- 

- Y es ese muchacho desgraciado del negocio de enfrente, sí- sentenció, amargado- ¿acaso no me crees?- 

- ¿Pero... por qué está tan molesto?- preguntó la escudera, mirándole confundida- ¿acaso no debería estar orgulloso de él?- 

- ¿Cómo voy a estar orgulloso de ese desgraciado? ¡Cocina!- sentenció, como si fuese obvio- ¿acaso eso es el hacer de un posadero que se precie vendiendo licores? ¡no!-

- Pero piénselo, señor Brog... ese joven es un hombre exitoso, ha vendido mucho más que cualquier otro aquí-

- Puede que sea cierto- sentenció, mesándose la calva- pero un Patosar no cocina, un Patosar tiene quien le cocine- 

Y la teniente bufó.

- Eres un viejo amargado- 

- Y a mucha honra- gruñó, causando que las mujeres se fueran siguiendo a la Oficial, que le soltó los acostumbrados improperios tras sus frecuentes discusiones. 

Brog observó por un momento a su hijo, con gesto severo. Le vio sonreír y atender a la gente robándole sonrisas con sus comentarios despiertos. Su hijo le envió cartas contándole de sus viajes a través del mundo, conociendo las delicias culinarias de Azeroth. Le relató sus viajes y sus aventuras en cada camino; los parajes que había visitado, las tumbas que había visitado y los cocineros de culturas variopintas que había conocido en cada una de sus epopeyas. Era idéntico a él cuando era joven y hacía lo que había venido a hacer en este mundo... Brog sonrió, con satisfacción. Por fin había entendido a su padre y cuál era su destino. 

Y así volvió a su trabajo, con una sonrisa de satisfacción...

- No ha sido una mala vida, después de todo...- 

Y no lo había sido.

 

 

  • Participante: @Huwex
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El último sauce negro

 

La hoguera crepitaba frente a entrada. Los días más fríos ya habían pasado mas Kihala aún se afanaba por calentar el interior del tipi cada noche. Mejor era aquello que dormir con el frío de la sierra como compañero. Su aventura en los lindes del bosque había sido breve y directa, lo suficiente para tomar algunas ramas secas caídas de los árboles más colindantes y un puñado de setas que crecían al tronco de uno de estos. Kihala ya no confiaba en aquel bosque, no se adentraría más.

La pequeña tribu a la que pertenecía llevaba viviendo en aquel remoto rincón de la Sierra del Espolón desde que Cairne Pezuña de Sangre reunificara las tribus y redujera la amenaza de los centauros. Reacios a asentarse en Mulgore, ellos habían preferido la soledad y protección de los picos de la Sierra, asentándose al borde de una pequeña pero densa foresta anexionada al milenario bosque de Vallefresno. Aunque dependían de los Caminarrisco en gran medida para la obtención de ciertos recursos y para mantenerse informados del devenir de los tiempos, nunca habían mostrado interés por abandonar el lugar que habitaban. Todo había sido paz para ellos, incluso tras el resurgir de Alamuerte y el comienzo de la Guerra.

No obstante, durante los últimos meses la relativa paz se había visto alterada. El Jefe de la tribu, el venerable Dhorn, había sido encontrado muerto en el corazón del bosque. El venerable había marchado, a cazar como de costumbre, dos días antes de ser encontrado sin vida. Su cuerpo no mostraba herida, contusión o corte alguno, si quiera sus armas parecían haber encontrado presa o enemigo. Toda la tribu lloró la marcha de su amado Jefe. Se organizó una pira funeraria a la que todos asistieron para dar su último adiós, antes de que se reuniese de nuevo con sus seres queridos bajo el amparo de Padre Cielo. La tribu volvió, tras estos breves acontecimientos, a su quehacer habitual. Sin más preguntas, sin más temor. Aunque misterioso, nadie supo dar un porqué a su muerte.

El bosque se llevó la vida de cuatro jóvenes más en los días que siguieron, y el resto de la tribu comenzó a evitarlo. Cazaban en el llano, en vez de en el bosque y recogían madera joven de arbustos. Un temor silencioso había comenzado a usurpar los sueños de los miembros de la tribu y a poblar sus mentes. Muchos de ellos pasaban horas observando el interior del bosque, ausentes. Kihala, cuyo corazón salvaje y afable temple parecía protegerla de caer en tal pesar, había intentado advertir a la más anciana chamán de la aldea quien, con condescendencia, había afirmado que a veces los bosques desean ser dejados en paz y se defienden de las criaturas tomando aspectos terroríficos en sus mentes.

Ya caía la noche y Kihala, sentada frente a su improvisada hoguera de final de invierno se obcecaba en pensar que la anciana se equivocaba. Ella, criada sin padres gracias a las sangrientas cruzadas de los centauros, había aprendido a no confiar de nada ni en nadie. Con las manos cruzadas sobre las peludas rodillas observó el llano en el que se situaba la tribu, temerosa. Todos aquellos que la acogieron cuando era apenas un cachorro parecían ahora personas distantes. Cuando las llamas de la hoguera se apagaron, la joven tauren echó un puñado de tierra a las ascuas, cerró la corina del tipi y se echó a dormir.

Los días pasaron frente a sus ojos y con ellos la muerte de más hermanos y hermanas, entre ellos la venerable anciana. Poco a poco, la tribu se fue reduciendo a puñado de taurens asediados por la cantidad ingente de amigos y familiares cuyos cuerpos se encontraban cada mañana en los bordes del bosque, o no eran encontrados en absoluto. Se tomó la decisión de enviar un mensajero al puesto y aldea de los Caminarrisco, en busca de ayuda y consejo. Mientras tanto, el resto esperaría, reacios a marchar de su amada tierra.

Kihala pasaba los días sentada entre las endebles estructuras de madera calcinada en las que habían sido incinerados cada uno de los fallecidos miembros de la tribu. Todas aquellas camillas elevadas de madera habían sido repartidas en el claro que había más allá de la aldea, tan separado de los lindes del bosque como fue posible. Allí, arrodillada, la joven tauren pedía fuerza y valor a la Madre Tierra para enfrentar los aciagos tiempos que les había tocado vivir. Nunca hubo respuesta y la joven tauren comenzó a perder fe, a pensar que habían sido dejados allí solos, a merced de lo que fuese que rondaba aquel bosque maldito. Nadie tenía valor para enfrentarlo, ni si quiera ella.

Kihala se desvivió por mantener alto el ánimo de aquellos que aún vivían. Su temple de acero no se dejó doblegar a pesar de los malos tiempos. De los pocos que allí quedaron, no obstante, casi todos se fueron. Solo restaban aquellos que habían de cuidar de sus más ancianos seres queridos, aquellos que no se podían permitir una travesía semejante en tiempo de guerra. El mensajero enviado a los Caminarrisco no regresaba, y la sombra de temor que aquel bosque había extendido en la aldea terminaba por cerrar un cerco de desesperación entre los supervivientes, que ya dormían todos juntos en un mismo tipi, temerosos de la noche.

Kihala comenzó a temer el devenir de aquellas gentes. La rabia y la desesperación se apoderaron poco a poco de ella hasta que un día, tras emerger Mu’sha, marchó al bosque en solitario. No regresó, y su cuerpo tampoco fue hallado.

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El vetusto tauren, de pelaje gris como los cielos de otoño, paseó la mirada de uno de los destartalados tipis a otro, mientras sus pesados pasos levantaban polvo de la tierra reseca. Tres solitarios taurens, más muertos que vivos, famélicos y maltratados por el tiempo, la agonía y la pérdida, lo siguieron con la mirada hasta que se detuvo al final del asentamiento, allí donde el primer tronco del bosque se levantaba amenazante.

El extranjero era un tauren alto y de anchos hombros. Su torso estaba cruzado por las correas parduzcas de un arnés de cuero. De él colgaba, en la espalda, una gran alabarda tauren repleta de marcas y abalorios en su mango. Además de ello, un petate de viaje de considerable tamaño pendía también del mismo arnés, junto al hacha. En torno a la cintura, un sinfín de bolsas y zurrones de tela y cuero rodeaban su cinturón, en el que también descansaba un pequeño hacha leñero. El shu’alo presentaba varias cicatrices de considerable tamaño en espalda, pecho y antebrazos, interrumpiendo la constante de su grisáceo pelaje. Uno de sus cuernos estaba completamente roto, limado en el extremo, y el otro levemente astillado. Su rostro, sereno y cargado de, seguramente, viscerales experiencias, se ablandó tras apartar la mirada del bosque y devolvérsela a los pocos supervivientes de la tribu.

Se presentó como Huellagris. Había viajado desde las Mil Agujas, día y noche, para encontrarlos a ellos, a los supervivientes de aquella tribu perdida en el norte de la Sierra del Espolón. Huellagris parecía conocer su sufrimiento y ofreció a los supervivientes la mitad de sus escasas provisiones, como acto de buena fe. Una de las ancianas tauren que allí quedaban se incorporó con extrema dificultad de su lecho y se dirigió a Huellagris, quien la ayudó a mantenerse en pie.

- ¿Que ha guiado tus pasos a esta desdichada tierra, hermano?

- Madre Tierra llora en este lugar, como una madre Shu’halo llora la muerte de su hijo. Sus lamentos se escuchan desde más allá del Cruce. – dijo, palmeando con respeto y pena el endeble hombro de la anciana, antes de ayudarla a sentarse de nuevo – Tan solo la he escuchado y me he encaminado a ayudar.

Huellagris se quedó aquella noche en el asentamiento y, mientras el resto dormía en paz por primera vez en varios meses, encendió una hoguera de aproximadamente su propia altura, que iluminó el centro de la aldea, haciendo que las sombras de los roídos tipis tomasen formas antinaturales. Huellagris se arrodillo ante las llamas y cerró los ojos, aguardando.

En el silencio de la noche, el ulular de un búho resonó como un cañón de guerra y Huellagris abrió los ojos para comprobar, complacido, que un búho blanco como la nieve reposaba en su cuernos astillado, mirándolo con dos ojos enormes, mientras un dientes de sable rayado en un sucio blanco y negro se deslizaba bajo su mano, sin un ruido, y descansaba junto al fuego. El extravagante trío permaneció allí durante toda la noche y el manto negro que había emergido del bosque cada anochecer no lo hizo aquella vez. Las terroríficas sombras de los tipis se extendían ahora en las formas de árboles y animales.

 

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Bum, bum, bum. Caída la noche, los tambores resonaban en  el llano por primera vez en meses. Dos hogueras llameaban entre las calcinadas camillas sepulcrales de aquellos que habían sido incinerados tras su muerte. Los restantes miembros de la tribu, junto a  Huellagris, se encontraban sentados en círculo, entre ambas hogueras, mientras búho y sable patrullaban la zona con instinto animal, observando con ojos salvajes lo profundo del bosque. Junto a los tambores, un canto en taurahe y el sonido de abalorios de madera, de huesos y metales, llenaban el ambiente. A cada sílaba, el llano parecía despertar de su arraigado letargo. Los ancianos azuzaban las llamas con hierbas machacadas que inundaban el lugar de cientos de olores. El viento empezó a silbar y mover las briznas de yerba que poblaban la superficie del llano. Removía las crines y trenzas de los tauren, los hacía respirar aire fresco, llenándoles de recuerdos de otro tiempo.

El viento avivó las llamas de las hogueras, haciendo que la reseca yerba a sus pies ardiese. El cielo se nubló en escasos minutos y dio paso al agua de tormenta, que apaciguó las hogueras y comenzó a embarrar el suelo.

Huellagris se puso en pie. Tanto sable como búho se acercaron al grisáceo tauren, cuyo pelaje ya estaba empapado por la lluvia, guiados por un instinto fraternal forjado durante décadas.

Dejando al resto de shu’halos en su canto, se encaminó al linde del bosque junto a sus dos compañeros, mientras la lluvia se convertía en tormenta. El agua finalmente apagó las hogueras que el viento intentaba avivar. Los tauren rompieron el círculo y se levantaron para observar la marcha del grisáceo tauren y las dos criaturas que lo acompañaban. Este se detuvo al borde del bosque y llevó la mano a la húmeda tierra, tomando un puñado de esta que esparció entre sus manos. Con dos enormes dedos untados en barro, marcó dos anchas líneas imperfectas en el blanquecino pelaje de su frente e inspiró con majestuosidad antes de internarse en el bosque, bajo la tormenta.

 

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En el interior del bosque, todo parecía silencio, únicamente roto por el crujir de la madera bajo la fuerza del viento. El agua de la lluvia no podía penetrar la densa espesura del follaje. A cada paso, las ramas parecían cerrarse sobre los intrusos. La luz se perdía entre las hojas y su verde color parecía tornarse negro.

Huellagris se encaminó a uno de los árboles más jóvenes y acercó el hocico a su tronco, oliéndolo. El sable, a sus pies, lo imito.

Tan distantes sus orígenes, tan distintas sus razas, ambas criaturas hicieron el mismo gesto de desagrado y decepción al notar la podredumbre de la madera en un árbol tan joven y que más bien debía ser vigoroso. Continuaron caminando en la sombra.

El suelo perdía firmeza a cada paso que daban al interior. Raíces gruesas y duras como la roca surcaban la superficie de la tierra en el corazón del bosque como ríos de madera. Huellagris se detuvo entonces para observar el suelo del bosque y sus alrededores. De entre el crujir de las ramas y los quejidos de los árboles no se entreveía el sonido de ningún ave, de ningún roedor o lobo. Nada. Un sereno sentimiento de vacío. En el suelo, tan solo líneas de negras arañas recorrían los recovecos de las raíces, todas caminando al centro del bosque. Huellagris desvió entonces su rumbo y, junto a sus compañeros, las siguió.

En el negro corazón del bosque, solitario como estatua milenaria y con un sinfín de ramas cargadas de negras hojas que caían como gotas de oscura lluvia, un sauce, negro como el carbón, guardaba lo más profundo del lugar. Su tronco, arrugado y podrido, con infinidad de marcas y ramas caídas, era del diámetro de cualquier gran tótem de Cima del Trueno. Sus raíces recorrían abruptamente y en varias alturas el suelo a sus pies, acumulándose extrañamente en un bulto concreto. De entre aquellos gruesos brazos de madera, apenas distinguible, el pelaje pardo de la crin de un tauren, enterrado entre las raíces, era todo lo que desentonaba.

Huellagris solo se detuvo a admirarlo un instante, mientras sable y búho se removían en su sitio, sintiendo algo que ninguna criatura sapiente podrá jamás comprender. La mano del vetusto tauren fue directa al alargado mango de la alabarda que pendía de su espalda, tan pronto notó la tensión de sus acompañantes. El sonido del arma liberado desató el viendo, y el oscuro palpitar del sauce negro. Las raíces quebraron el suelo, las ramas se abalanzaron sobre la tierra. El desafortunado bosque puso su siniestra mirada en los tres vivos que entonces caminaban por sus sendas.

El cielo tronó con furia, la lluvia se abrió paso entre el follaje y comenzó a inundar el claro, desatada como el grito de una mujer en pánico.

Rojos como la sangre, dos ardientes ojos se descubrieron en la corteza del Sauce Negro.

 

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Los últimos miembros de la tribu observaban el bosque sin palabras cuando An’she ya calentaba los cielos. El siniestro bosque emanaba olor a verde y frescura. Las hojas brillaban ante la luz de An’she y se movían suavemente, como danzando, con la brisa de la mañana. Dejaban caer pequeñas gotas de rocío al suelo, como no había hecho desde el día en que el cuerpo del Jefe de la aldea fue encontrado sin vida.

Huellagris surgió de entre los árboles, cargando en sus brazos el cuerpo sin vida de la joven Kihala, seguido de sus dos compañeros animales. Todos parecían agotados, embarrados. El grisáceo tauren inclinó la cabeza ante aquellos pocos que se habían congregado pero no se detuvo hasta llegar allí donde todas las piras funerarias se habían acumulado con el tiempo.

Entre las ascuas de las dos hogueras que la noche anterior habían ardido, Huellagris levantó una pequeña camilla de madera y depositó el cuerpo desgarrado y sin vida de Kihala. Junto a ella, dejó un pedazo de negra corteza de sauce. El resto de allí presentes lo ayudaron a encender las llamas y dar el último adiós a la joven.

Huellagris marchó al día siguiente, cruzando el mismo bosque al que se había enfrentado.

 

  • Participante: @Sander
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Kurzak

Kurzak acechaba a un animal relativamente parecido a un talbuk que pastaba en un claro, rodeado del verdor del bosque. Cuando se preparaba para arrojar su lanza, por desgracia, el chillido de Chitz, el ruidoso ayudante goblin, ahuyentó a la criatura. «Nekirón te llama, y tiene prisa».

El enorme orco se colgó la lanza del arnés, apartó al irritante personajillo de una patada e inició el trayecto hacia la guarida. No estaba molesto; la fauna local le aburría. Prefería a los depredadores, pero había terminado por ahuyentarlos a todos y no podía alejarse demasiado del campamento. En realidad, su considerable tamaño le hacía casi imposible acercarse a los animalillos autóctonos sin ser descubierto, por lo que la caza representaba más un desafío que un medio de conseguir alimento.

Lo que le resultaba amargo era tener que atender la llamada de Nekirón, al cual detestaba. Tristemente era su misión, como la de todo el clan, ayudarlo, supervisarlo y asegurarse de que su proyecto beneficiase a la Horda. Estaba cansado y cumplir con el deber no le satisfacía. Hacía ya más de un año que el clan seguía las órdenes de un orco al que repudiaban. Más de un año desde que la Horda marchó al norte en su larga senda de conquista.

Por el camino a la guarida pasó por el campamento del clan, que estaba desierto salvo por el goblin y su esclavo enano, adquirido de unos orcos especialmente sádicos durante la invasión. El clan entero, fiel a su naturaleza nómada, debía haber partido otra vez en busca de los humanos que se escondían en el bosque. Nadie había previsto que fueran a durar tanto, pero eran lo bastante astutos como para nunca entablar combate. Simplemente se escondían, y eso se les daba muy bien.

La guarida de Nekirón se hallaba bajo una pequeña colina. En su día un río había atravesado la colina por debajo. El río se había secado y lo que restaba era una amplia caverna casi a nivel del suelo, con algunas columnas naturales y algunas paredes muy débiles que el brujo se había atrevido a derribar para tener más salidas. Del techo de la cámara colgaban docenas de tiras de cuero clavadas con virotes. En el centro había un altar de piedra sobre el cual descansaba el cadáver de un caballero muerto, el cual debería haberse podrido hacía tiempo. Frente a este, sobre una elevación del suelo a un lado cerrado de la cámara se alzaba un rudimentario púlpito de madera. Un poco más allá un pasadizo subterráneo: un agujero de metro y medio que emanaba un hedor horrible, y por el cual Kurzak no cabía. Medía más de tres metros y era el orco más grande del clan. Los viejos se habían divertido a menudo con rumores sobre su ascendencia: unos decían que su padre descendía de ogros, otros, que su abuela fue un gronn, y algunos decían con rictus de seriedad que su madre era una montaña.

—¡Nos honra el gigante! —Exclamó el brujo desde la mesa en una esquina de la caverna. Era menudo en comparación. No medía más de un metro setenta y era visiblemente flaco, aunque se ocultara bajo una túnica roja.

—¿Dónde están tus guardias, escoria? —No se dejaría adular ni un segundo. No tenía paciencia para él.

—Cálmate. Han oído algo raro y han salido a comprobarlo. —Una costumbre de Nekirón era no dejar de sonreír. Por mucho que lo insultase, la sonrisa siempre volvía pasados unos segundos—. Escúchame. Sé que tu cuerpo, por grande que sea, tiene límites, y no pasa nada, pero… ¿no te gustaría sobrepasarlos? Puedo ayudarte a superar a los cazadores de las leyendas, si estuvieras…

—Si me involucras en tus monstruosidades te partiré por la mitad —interrumpió tajante, y añadió— La verdad es que me avergüenza cada segundo que pasas sin un hacha atravesada en el cráneo.

—Eh, eh —intentó suavizar Nekirón—. Sé que no apruebas mis prácticas, pero recuerda que nací en este clan. Busco ayudar a la Horda, como vosotros.

Kurzak respondió con un resoplido de burla.

—Recuerda tú esto. Tu nacimiento da igual, tú no eres de los nuestros. Eres un gusano que ha tenido la suerte de caer sobre una fruta sana que crece con fuerza, y espero ansioso el día en que se acabe la paciencia del jefe. —La sonrisa del brujo se ensanchó sin motivo aparente. Era asqueroso.

—Está bien. Tratemos el asunto por el que has venido, entonces. El ritual se acerca. Solo falta un ingrediente. ¿Recuerdas la colina de la torre en el páramo, al oeste del río? Zagrim te espera allí con él.

—¿Qué es y por qué he de ir yo?

—Es un cachorro humano. Es imprescindible y lo necesito vivo. Los humanos del bosque no se atreverán a intentar rescatarlo si lo llevas tú.

El gigantesco orco asintió y se marchó en silencio, y Nekirón volvió a sus quehaceres. Se sentía frustrado. En todo un año no había encontrado la forma de ganar ni un ápice de su confianza. El momento se acercaba y se tendría que conformar con el cadáver humano. Aun así, se decía a sí mismo, el plan era genial. Su caballero de la muerte sería un guerrero excepcional. Y con el tiempo le enseñaría a aprovechar su inmenso potencial mágico.

Le había costado mucho llegar hasta allí. Su maestro había descubierto su talento antes que su desmedida ambición, y aunque lo había aceptado y le había enseñado algo, no tardó en expulsarlo. Con qué amargura recordaba la humillación al abandonar la fortaleza del Consejo de la Sombra. Pusieron en duda su aptitud, su lealtad… ¡los propios brujos! Unos envidiosos, eso es lo que eran. Pero qué satisfactorio fue saber de la purga que Doomhammer llevó a cabo. Cuando fue capturado, solo tuvo que rogarle a Gul’dan que intermediase: tenía un plan, crearía un arma para la horda, solo necesitaba tiempo. Vio la mirada de Gul’dan, la desconfianza hecha gesto; Nekirón era una bomba goblin, y no quería tenerlo cerca cuando estallase, pero tampoco quería desaprovecharlo. Convenció a Doomhammer de que le perdonase la vida y le permitiese trabajar en lo que quedaba del bosque de Elwynn. El jefe, sometido a la presión del liderazgo, terminó por aceptar bajo la condición de que el pequeño clan de Nekirón, el Ojo Sangrante, se quedase con él y lo vigilase. Serían sus guardianes, ayudantes, jueces y verdugos.

Y había tardado, pero por fin había localizado al hijo del mago. Lo último que había oído era que la Horda retrocedía hacia Khaz Modan. Si se daba prisa, su caballero de la muerte, más poderoso que cualquier otro, llegaría a tiempo para cambiar el curso de la guerra y demostrar a todos lo estúpidos que habían sido al dudar de él.

Kurzak pasó por el campamento vacío, cogió su hacha y algunas provisiones e inició su viaje. Sus pesados pasos eran el único sonido del bosque. Se preguntó qué estaría haciendo su compañera.

Ukra era una orca fuerte que superaba los dos metros y medio. Habían pertenecido a distintos clanes, pero existía una relación de amistad entre las dos pequeñas tribus y ellos parecían inseparables y hechos el uno para el otro. Y nadie más quería emparejarse con alguien tan grande.

Sobrevivieron juntos a los cambios del mundo, como el nacimiento de la Horda, y evitaron juntos beber de la sangre del demonio. Cuando llegó el primer insulto de un hermano ya corrompido del clan, Ukra lo hizo callar, pero Kurzak sugirió que no podían retrasarlo más. Un único trago, uno muy corto, fue suficiente. La sangre cambió su relación como cambió todo lo demás, pero permanecieron unidos. Todavía recordaba los estragos que causaron codo con codo en el asalto a la capital humana. La lucha, el desafío, la victoria, el honor compartido. Las llamas de Ventormenta se reflejaban en los ojos de ella, y todo era diferente, pero seguía fascinándolo.

Cuando la Horda partía al norte, ella pudo escoger marchar con su clan de nacimiento. Lo hablaron. No habrían estado contentos viéndose el uno al otro languidecer en la aburrida paz de aquel bosque. Se prometieron que volverían a encontrarse más adelante.

El orco tardó día y medio en alcanzar la colina donde antes se había alzado una torre. Allí lo recibió Zagrim, el cazador. Hombre de pocas palabras, lo recibió apoyado en la pared exterior de lo que quedaba de la estructura y con una pequeña jaula preparada en el suelo.

—Throm-ka. El gusano me envía a por el cachorro.

—Throm-ka. Ahí la tienes, lista. —Señaló la jaula, que contenía, efectivamente, un pequeño y debilucho cachorro humano. Vestía harapos y tenía una cabellera rubia. Le devolvió la mirada, y Kurzak vio tanta inteligencia como odio en su mirada—. Yo no la sacaría de ahí. Intentará sacarte los ojos cada noche.

—Veremos.

—Y nos entiende.

—¿Qué?

—Llevo un tiempo hablando con ella y me entiende —Se encogió de hombros—. Debe aprender rápido.

—Pensaba que esto era urgente.

—Claro, la quiere el brujo, pero yo no quiero ayudarle. Así que en cuanto la capturé, la paseé por estos páramos desiertos. Me aburría y comencé a hablar con ella. —Zagrim había sido el último del clan en beber de la sangre del demonio, justo después de Kurzak y Ukra. No eran amigos, pero por aquella vivencia y por las miradas de comprensión que habían compartido, ambos creían tener mentalidades afines—. Habría seguido así, pero hace unos días apareció el goblin y la vio. Fin del engaño.

A veces, dudaba que Zagrim hubiera bebido realmente la sangre. Todos los orcos se habían vuelto mucho más violentos, pero ahí estaba él, sosegado, en una región desierta y hablando con un cachorro humano. El guerrero veía brechas en su planteamiento: para comenzar, el tiempo que habían perdido y que podrían haber pasado viajando hacia el norte para reunirse con la Horda. Pero entendía su motivación. Todos odiaban a Nekirón.

—No confío en él y no sé dónde están los demás. Toma un atajo y ve a vigilarlo.

—Está bien. Cogeré una jaula vacía y la llevaré conmigo. Con suerte, los humanos me seguirán a mí y no tendrás que jugar a encontrar al arquero en el bosque.

Kurzak dio su aprobación. Se despidió, cogió la jaula y se fue por donde había venido.

Unas horas después el cachorro logró abrir la jaula, saltó al suelo y salió corriendo. Con sus largas piernas no tardó mucho en alcanzarla. Esta vez se la subió al hombro, pensando que quizá se asustaría con la altura y se centraría en intentar no caerse. Tuvo el efecto contrario al deseado: intentó sacarle los ojos. Como castigo, la cogió de las piernas y la llevó cabeza abajo durante un buen trecho hasta que comenzó a chillar. Cuando se hizo insoportable, se la volvió a subir al hombro, y se le meó encima. Entonces sí que estuvo cerca de matarla. Podría haberla estampado contra el suelo y después haber ido a matar a Nekirón. Pero estaba indefensa, y él no había perdido tanto tiempo en aquel horrible bosque para acabar así. Requirió toda su fuerza de voluntad para meterla de nuevo en la jaula y cerrarla. Mantuvo la puerta de cara a la palma de su mano. Fue el combate más extraño de su vida.

Ya en el bosque, de noche, paró a descansar. Colgó la jaula de una rama, dejó la enorme hacha y su lanza apoyadas en el árbol y se sentó respaldándose en él. Pasadas unas horas, la niña le habló por primera vez.

—Te odio.

—Es lógico. Y me matarías si pudieras.

—Te cortaría la cabeza.

—¿Y no me tienes miedo?

—Claro, pero si me comes, me comerás y ya está. —No se había equivocado con ella—. ¿No lo tienes tú?

Soltó una sonora carcajada, y entonces fue cuando lo vio. Un brusco movimiento más adelante. Se levantó y cogió su hacha. Entonces salieron de entre los árboles. Eran cuatro, sin armaduras, solo cuero. Tres llevaban arcos y tomaban posiciones, el cuarto llevaba escudo y espada y se adelantaba. Valientes idiotas, podrían haber intentado llenarlo de flechas desde la sombra. Entendía que intentasen rescatar a una cría de su raza, pero aquello era absurdo. Cerró los ojos y respiró hondo. No se enfrentaba a guerreros, no era un combate justo, no debía dejarse llevar. Abrió los ojos, y profirió un grito de guerra, gracias al cual las flechas volaron desencaminadas, y cargó contra el del escudo. Era pequeño y temblaba. Era patético. Una molesta flecha le pinchó un brazo mientras alzaba el hacha. La hizo caer sobre el soldadito, el cual saltó a tiempo a un lado. Ese había sido el golpe que lo haría huir, y en su lugar, el humano le hizo un irritante cortecito en la pierna. Más flechas fallaron, una le picó en el pecho. Levantó el hacha e hizo un barrido horizontal no lo suficiente bajo; su oponente se tiró al suelo con acierto. Apretaba los dientes con impaciencia cuando una piedrecita le golpeó la nuca. «La maldita cría». Apenas se giró medio segundo para echarle un ojo y una flecha le perforó la oreja. Ahí perdió el control.

Cuando volvió en sí avanzaba, con la vista todavía borrosa, hacia la cría. Las lágrimas le caían por el sucio y pequeño rostro, pero había logrado levantar del suelo la punta de la lanza y la sostenía apuntada hacia él con firmeza como si fuera un pequeño piquero. Él ya no llevaba el hacha y de sus manos goteaba sangre. Apartó la lanza de un manotazo, cogió a la niña por el tronco y la levantó, listo para aplastar su cabeza contra el árbol. Entonces ella intentó morderle el dedo con sus diminutos dientes y él se detuvo y la observó, y su mente se fue aclarando. Era tan pequeña, tan débil, su cuerpo tan patético, tan incapaz. Y aun así lucharía hasta el último aliento. Ella no tenía la culpa de haber nacido en un cuerpo enclenque. Sobrio de nuevo, hizo caso omiso de sus ataques y la introdujo de nuevo en la jaula. Se arrancó las flechas, que no habían hecho más que daños superficiales, y recogió sus armas y se marcharon.

Cuando llegó al campamento, este seguía vacío. Pasó de largo y fue a la guarida. El suelo estaba cubierto de círculos de invocación y las columnas estaban decoradas con brillantes runas orcas. En el centro de todo, el altar con el cadáver humano, sobre el cual flotaba una enorme y centelleante esfera de energía mágica de un color rosado oscuro. Docenas de gemas oscuras que brillaban con vida propia colgaban del techo atadas en las tiras de cuero. Una de ella, que crepitaba y brillaba con menor intensidad, estaba conectada por una especie de hilo de humo rojo con la esfera. Un eufórico Nekirón lo recibió.

—Bienvenido, bienvenido. Te esperaba. Todo está listo, solo falta preparar el cachorro humano.

Por suerte para ella, la niña dormía agotada. El brujo la extrajo de la jaula mientras Kurzak estudiaba el panorama.

—¿Qué le vas a hacer? —Preguntó en tono neutro mientras estudiaba la cámara.

—Su espíritu es el más poderoso que jamás he encontrado. Para que lo entienda un zoque… un sencillo guerrero, pienso transportarlo al cuerpo de ese caballero y darle vida. —Kurzak guardó silencio, pensativo—. No es necesario que lo entiendas. Si no quieres formar parte, lárgate o estorbarás.

Salió de allí ensimismado en dirección al campamento. Era una pena. La cría merecía la oportunidad de crecer y convertirse en un guerrero fuerte y recto. Era cierto que llegaría a ser más poderosa con la ayuda del brujo, pero no podía acallar la sensación de que, incluso para un humano, aquello no era lo correcto. Si encontraba al jefe del clan, o incluso a Zagrim, les propondría... Estuvo a punto de tropezar con el goblin y el enano, quienes estaban sentados sobre unas cajas y absortos en una especie de juego mental con piececitas sobre una tabla.

—Dime, goblin. ¿Has visto a mi gente? —Justo al preguntarlo recordó que tampoco había visto a los guardias de la guarida en esta ocasión.

—Nekirón me ha tenido dando vueltas toda la semana. No sé nada. —No alzó la vista del juego, pero sí lo hizo el enano.

—¿Gente, los otros orcos? —dijo como pudo en la lengua orca. Llevaba más de un año oyéndolos hablar, aunque no le dejaban abrir mucho la boca. Kurzak asintió—. Tu gente dentro —Señaló a la guarida, extrañado—. Hace días.

Nekirón no perdió el tiempo. En cuanto el gigante se marchó, limpió a toda prisa la sangre del cuerpo de la niña e inscribió las runas necesarias en su piel. Después la colocó estirada sobre el cadáver humano. Iba a comenzar el ritual cuando la enorme esfera proyectó una imagen: era el estúpido orco corriendo con el hacha y la lanza en cada mano. Maldijo en voz baja, pero se le ocurrió una idea fantástica.

—¡Oh, poderoso señor! —Se arrodilló ante la esfera, en la cual se podía ver ahora un gran ojo verde que lo miraba con desdén—. El enemigo se acerca y mi caballero no está listo. Concededme el poder que necesito para enfrentarlo o no lograré cumplir vuestros planes.

El silencio, solo interrumpido por el crepitar de la gema del techo, se prolongó más de lo esperado. El brujo alzó la mirada hacia la esfera y emergió un rayo que le acertó en la cara.

Kurzak entró a toda prisa.

—¡Gusano! —bramó, buscando al brujo— ¡Dónde está mi clan!

Nekirón se mostró tras el púlpito con una vomitiva sonrisa. Estaba herido: uno de sus ojos sangraba y brillaba con una intensa luz anaranjada.

—Qué pena que te hayas dado cuenta. —Se le escapó una risilla—. Verás, Kurzak, resulta que este gusano tiene un hambre insaciable y… —se esforzaba por contener un ataque de risa— ¡y se ha comido toda la fruta! —Estalló en frenéticas carcajadas—. ¡Toda la…! —La lanza de Kurzak se clavó en el púlpito y el brujo se cubrió tras este.

Menos mal que había previsto una situación así. Gracias a su nuevo ojo su comprensión de toda magia se había amplificado, y su vista lo abarcaba todo, de modo que solo tuvo que visualizar los círculos de invocación que había preparado y entonar el hechizo.

Kurzak ya corría hacia el púlpito cuando la luz que emitían los círculos del suelo se intensificó. Una musculosa figura de su misma altura comenzó a materializarse ante él. No frenó y lo decapitó antes de que pudiera orientarse.

—¡Eh! ¿Dónde está tu honor? —Se quejó el brujo al verle acercarse.

Kurzak iba a responder justo cuando un rayo le acertó en la espalda y cayó al suelo. No sabía a qué se enfrentaba, pero eso no importaba. Dio un puñetazo al suelo de piedra intentando focalizar el dolor, cogió su hacha y se levantó en busca del enemigo. El brujo se había desplazado y otro demonio se interponía ahora entre ellos. Era una figura humanoide de tres metros y piel roja que blandía un gran espadón serrado. En el lado opuesto de la caverna se había materializado otro, el cual sonreía al ver al guerrero orco de espaldas. Este no tuvo oportunidad de actuar, pues una flecha le acertó en el ojo y retrocedió gruñendo y llevándose una mano a la cara. Localizó a su agresor; Zagrim ya preparaba otra flecha desde una de las entradas, y la dejó volar justo cuando el demonio rugía, acertando de lleno en el interior de su boca. Retrocedió una vez más y recibió otro flechazo en el antebrazo, pero ya no era necesario, se tambaleaba moribundo.

El gran orco y su invocación intercambiaban golpes en un combate igualado, pero el otro demonio había caído. Maldijo el nombre de Zagrim y recurrió a la energía de las almas de sus hermanos para activar con más rapidez el último círculo de invocación. El equivalente demoniaco de un lobo, una monstruosidad roja sin rostro, se materializó casi al instante y se dirigió al arquero. Nekirón se divirtió al verlo salir corriendo de la cueva con el can vil pisándole los talones, pero su sonrisa se desvaneció al volverse hacia el duelo. Su último guardia no era tan grande ni tan fuerte como el orco y estaba perdiendo el combate, así que tomó la energía de algunas gemas más para amplificar su poder y conjuró la primera maldición que le vino a la mente.

El guerrero estaba en su elemento en el calor de la batalla, cegado por la ira más justa que jamás había sentido y enfrentado a monstruos que no podrían parecer más viles. Sin embargo, el calor y el esfuerzo se convirtieron de repente en dolor. Todo su cuerpo se volvió agonía y perdió la iniciativa; comenzó a retroceder ante las acometidas de su rival mientras soplaba e intentaba entender lo que ocurría.

—Dime, necio, —le distrajo el sonriente brujo desde la distancia— ¿estás enfadado? ¿Te hierve la sangre?

Su provocación tuvo el efecto contrario al deseado. El guerrero rugió y redobló sus esfuerzos. De sus orificios emanaba sangre humeante, debería estar muriéndose, y en su lugar estaba arrinconando al demonio bajo una lluvia de hachazos.

Kurzak fingió un barrido horizontal justo antes de levantar el hacha en un golpe diagonal que cercenó el brazo del demonio. Le siguió un hachazo de vuelta que se hundió en su costado y uno más que le atravesó el hombro hasta el corazón, si tenía. Aún le quedaba ira y se giró en busca de la escoria. El brujo, que se estaba acercando con un puñal en la mano, se detuvo en seco, soltó el arma y comenzó a murmullar otro hechizo. Kurzak cubrió la distancia que los separaba y alzó su hacha, pero un rayo cayó sobre esta y el orco salió despedido hacia atrás.

No sabía cómo seguía despierto, y tendido en el suelo y cubierto de dolor como estaba, se habría permitido unos valiosos segundos para compadecerse, pues le dolían tanto los ojos que deseaba arrancárselos, pero desde allí podía ver el techo cubierto de gemas relucientes. Entendía de algún modo lo que eran, y verlas, aunque fuera con dificultad, encendió su cólera de nuevo. Se incorporó y buscó su hacha, y encontró que el rayo había deshecho la cabeza por completo. Se levantó del todo, dispuesto a aplastar con sus propias manos a aquel bastardo, pero su visión se estaba volviendo más y más borrosa hasta que dejó de ver por completo en cuestión de segundos.

—Bien —oyó a lo lejos—, ahora quédate quieto y muérete, ¿quieres?

Kurzak dio un solo paso adelante. Parecía concentrado. Nekirón lo observó con cautela. Seguro que estaba a punto caer muerto por la maldición, solo tenía que evitar sus puños un minuto más. Entonces, el enorme orco arrancó a la carrera en una dirección completamente equivocada. Se dio con uno de los pilares, llevándose la mitad por delante. El brujo no comprendía lo que veía. ¿Era un último intento fallido? Se tambaleó y parecía a punto de caer al suelo, pero volvió a enderezarse y tras unos segundos quieto, meditando, cargó de nuevo con el hombro por delante en dirección a otro de los pilares; lo atravesó por completo y cayó al suelo. Toda la caverna tembló y una pequeña parte del techo, con sus gemas colgadas, se desprendió. El brujo vio como se rompían las gemas y emergían de ellas las almas de sus hermanos.

—¡No! —Se lamentó, intimidado. Estaba perdiendo el control de la situación.

Espíritus furiosos, atormentados o mutilados tomaban forma y le atravesaban con la mirada. Conjuró una llamarada bajo la cual desaparecieron muchos de ellos, pero más avanzaron y retrocedió mientras preparaba otro hechizo.

El guerrero sintió una bofetada, pero no le quedaban fuerzas. Entonces sintió como varias manos cálidas lo agarraban y lo elevaban hasta ponerlo en pie, pero ya no tenía visión. Sintió como alguien le orientaba el rostro en una dirección y giró todo su cuerpo, pero ya no tenía lucidez para actuar. Sintió un empujón en la espalda, y luego otro, y oyó al brujo maldecir a lo lejos, y recordó su estrategia. Avanzó, primero con pasos lentos, después a la carrera, hombro por delante, corrió hasta chocar con algo duro que cedió ante su embestida. Habría caído de nuevo al suelo de no ser porque alguien frenó su caída y lo ayudó a mantenerse en pie. Al mismo tiempo la tierra tembló, y oyó un estruendo enorme y un concierto de cristal haciéndose añicos.

El taumaturgo había retrocedido hasta el altar y conjuraba orbes oscuros que lanzaba contra los espíritus. Cada alma golpeada se disipaba, pero no lograba frenar su avance. Alzó la mirada y vio que la esfera, el portal de su señor demoniaco, había desaparecido. ¡Cómo osaba dudar que saldría de esta! Entre murmullos dio un pisotón que generó una amplia onda de llamas, pero no abarcó lo suficiente. A sus lados, las almas lo alcanzaron y lo agarraron por los brazos. El jefe del clan se acercó y lo agarró por el cuello para hacerlo callar. No podía estar pasando. No a él. Él no era ningún inepto. Él iba a triunfar, seguro que aún quedaban rayos por caer, solo... En aquel momento vio al enorme orco moribundo acercarse guiado por sus hermanos. Vio como guiaron su mano hasta encontrar el hacha de uno de los demonios caídos, como le ayudaron a levantarla del suelo, como lo acercaron hasta él. Entonces el jefe le soltó la tráquea y Nekirón suplicó por su vida e intentó recitar las maravillas que podría conseguirle si le perdonaba.

Kurzak estaba desorientado; le ardían los ojos, le dolía todo, no podía mover el brazo izquierdo y ni sus piernas lo sostenían, pero cuando oyó la voz del gusano delante de él recobró la vida. Gritó tan alto como pudo a la vez que alzaba el hacha con la única mano que le servía y la hizo caer con toda la fuerza del clan Ojo Sangrante, y la hoja atravesó la carne hasta dar con el suelo.

Kurzak estaba sentado en el campamento desierto. Había despertado tres días después del combate. Seguía ciego y dolorido y tenía un brazo vendado fuerte contra el hombro contrario, idea del enano. Estaba convencido de que solo había sobrevivido a la maldición porque era peor que morir. Le había fallado a su clan y había perdido sus facultades en el proceso. Ya no era nada.

Según Zagrim le había contado, lo encontró inconsciente fuera de la caverna medio derrumbada y con la cría humana atrapada bajo el brazo. Después de atender sus heridas con la ayuda del goblin y el enano, dejó el cuerpo de Nekirón en el bosque para los carroñeros y quemó los demonios por si las moscas. Habría hecho lo mismo con el caballero humano, pero Chitz insistió en que por su olor era mejor no acercarle fuego. Discutieron cómo proceder en el lugar del ritual. Claramente estaba maldito, ya que podían oír susurrar a los muertos, y muchas de las amenazantes runas y todas las gemas rotas seguían allí. Destacaba un intacto topacio naranja que iluminaba la caverna con más fuerza que las propias runas.

 Zagrim dejó a la niña con el goblin y pasó todo el segundo día dando caza al can infernal del brujo, al que había dejado atrás el día del combate. Como ya lo había herido, pudo seguir su rastro y darle muerte.

El tercer día ordenó los cuerpos de sus hermanos asesinados al final del pasadizo de la caverna y salió a cazar con la cría humana atada a él. Hubo de volver corriendo al oír una gran explosión. Encontró que Chitz había derrumbado la caverna con explosivos. El goblin le explicó que los murmullos de los muertos los estaban volviendo locos y que lo hicieron en defensa propia, pero que antes se habían molestado en llevar el cuerpo del caballero y los restos de las gemas al final del pasadizo, con los cuerpos, y que el pasadizo estaba probablemente estable.

Ahora todos iban de un lado para otro mientras él reposaba. Kurzak oyó a un lobo acercarse en la lejanía. Era sorprendente lo que se puede oír cuando no queda más opción que escuchar.

—Throm-ka, gran guerrero.

—Throm-ka. ¿Mensajero? —Kurzak giró la cara hacia el punto de dónde venía la voz.

—Así es. ¿Dónde está el resto del Ojo Sangrante? ¿Qué ha ocurrido aquí? —El guerrero, pálido y envuelto en vendas, parecía haberse enfrentado a todo un clan ogro.

—El brujo del clan nos traicionó.

—Gol-kosh, sabandijas —exclamó con disgusto—. ¿Ya está muerto?

—Sí.

—Menos mal —Siguieron un par de segundos de silencio—. Tengo prisa, guerrero. Tú y los tuyos habéis de saber que Doomhammer cayó en combate en la cumbre de Roca Negra. Toda la Horda se bate en retirada hacia el Portal. Con tus heridas deberías partir cuanto antes si quieres llegar antes que los humanos.

Kurzak tardó en reaccionar. El jinete estaba a punto de despedirse cuando le interrumpió.

—¿Sabes algo de Ukra, del clan Río Rojo?

—¿Ukra la Brutal? —Hizo memoria—. Estaba en la guardia personal de Orgrim, así que supongo que... que tuvo una muerte honorable en la montaña.

El jinete se despidió y marchó a toda prisa. Justo entonces llegó Zagrim a la carrera y le preguntó qué nuevas había traído el mensajero. Kurzak se lo contó y le ordenó que se marchase. El cazador se negó. No se le había perdido nada en Draenor. El guerrero insistió en un tono más violento, no pensaba ser una carga. Entonces el cazador se acercó y alzó el puño, pero cambió de idea y dejó caer el brazo con un suspiro.

—Sabes que entiendo lo de Ukra, y siento lo de tu vista. Quizá nos cueste horrores, pero vamos a seguir moviéndonos. —Kurzak tomó aire para contestar, pero se le adelantó— Tú y yo somos el Ojo Sangrante, y seguiremos juntos.

Entonces asintió. Quizá era un buen argumento, quizá era solo que sentía tal aplastante apatía que no tenía fuerzas para discutir. Que él decidiese.

—Vengo del río —pasó al siguiente tema—, de intentar quitarle las runas del cuerpo a la cría humana, y no hay manera. Casi le desgasto la piel intentándolo.

—Está marcada. —Resumió el guerrero. El cazador le respondió con un gruñido de asentimiento.

—Probablemente los suyos la maten en cuanto la vean.

—¿Qué estás proponiendo?

—Que nos la llevemos. Que tenga una oportunidad.

—¿De crecer y volverse fuerte?

—Tiene carácter. Podrías enseñarle mucho.

—Si se deja —Se le escapó una leve sonrisa al imaginarse el desafío que supondría.

—Con eso se concluye que no volveremos a la Horda. El goblin me ha hablado de una ciudad de los suyos, al sur, lejos del Portal. Podemos comenzar por ir allí. —A Zagrim debía estar costándole horrores hablar tanto tiempo seguido.

—¿Con él y su enano? —El grupo pintaba más extravagante por momentos.

—Nos hará de guía —Se hizo el silencio de nuevo, y retomó el hilo de lo que decía—. Si los dejamos aquí, nos seguirán igualmente hacia el sur. Es mejor aprovechar sus habilidades.

—¿Y qué hay de nuestros hermanos bajo tierra?

—Me duele tanto como a ti, pero ya no tenemos tiempo suficiente para sacarlos y montar una pira lo bastante grande para todos. Que esa cueva sea su tumba.

Se repitió el silencio. Kurzak no tenía nada que decir, de modo que el cazador continuó.

—¿Pongo al día a la cría?

—Yo se lo diré. Tráela.

La humana estaba con los otros dos y Zagrim fue a por ella. Kurzak suspiró. No se veía capaz de seguir adelante, pero siempre que había pensado así en el pasado había terminado demostrándose a sí mismo que se equivocaba, que aún había futuro. Cogió su antigua hacha, ahora un grueso y largo bastón, y con la misma mano cogió la jaula. Se levantó lentamente apoyándose en él y una vez en pie lo dejó caer al suelo y sostuvo la caja de finos barrotes de hierro. Pasados unos minutos sintió acercarse al orco con la cría. Los pasos cesaron y oyó sus respiraciones cerca. Entonces alzó el brazo con el que sostenía la jaula y la dejó caer al suelo para seguidamente levantar un pie y aplastarla con todas sus fuerzas.

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