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Athaner Steelrain - Selama Ashal'anore


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- Selama Ashal'anore -

“LEALTAD: Cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor. La lealtad es la cualidad de aquellas personas que acatan las leyes o cumplen los acuerdos, tácitos o explícitos. También se aplica a la conducta de ciertos animales que tienen especial relación con las personas, como los perros o los caballos. La lealtad es un término estrechamente relacionado con la fidelidad, la confianza y la amistad. La lealtad es una virtud, un compromiso con lo que creemos, con nuestros ideales y con las personas que nos rodean. La lealtad está íntimamente ligada al carácter de una persona, a su valor y honor.

La lealtad tiene que ver con el sentimiento de apego, fidelidad y respeto que nos inspiran las personas a las que queremos o las ideas con las que nos identificamos. Los que son leales poseen un alto sentido de compromiso y ello les permite ser constantes en sus afectos y cumplidores de su palabra.”

 

« Ser leal a sí mismo es el único modo de llegar a ser leal a los demás. »

Vicente Aleixandre

 

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Había servido a su patria y a su gente durante casi cincuenta años. La lealtad, servidumbre y la batalla parecían ser el único camino que tenía sentido para él, pero siquiera el más hábil de los soldados estaba preparado para lo que había ocurrido. Cualquier adversario vivo puede ser derrotado, pero tratar de acabar con esos engendros, bestias nacidas de las malas artes y del peor de los infiernos; No, contra ese adversario ninguno pudo estar preparado.

Su mirada sólo se dirigía hacia adelante, buscando a sus compañeros a su alrededor mientras caminaba por entre el bosque a tientas inmerso en la penetrante oscuridad. Tenía una herida en el costado derecho, le ardía, provocándole un agudo dolor a cada paso que daba. Su respiración, jadeante, buscaba aire desesperadamente. El sudor empapaba sus ropas, haciéndolas más pesadas y provocando que sus músculos, tensos, comenzaran a resentirse de la carrera. Su corazón latía palpitante y descontrolado, bombeando sangre que manaba por cada rasguño.

Intentaba ocultarse de aquellas bestias sin vida cuanto podía, al igual que sus compañeros del escuadrón, en batalla, la orden había sido concisa, desplegarse y reunirse en el Claro del bosque cercano, pero el propio bosque parecía sumarse a la ironía de lo desconocido, de lo terrorífico, de lo retorcido, pues no había forma de encontrar el camino y las voces del resto se fueron alejando, dispersando hasta quedar en un débil eco imperceptible unas de otras. Así pues en esa situación, el bosque, oscurecido por una espesa niebla, le servía de laberinto en el que perderse y perder a sus perseguidores. Aun así, seguían demasiado cerca. Podía notar su presencia, notarlos acechándole, recordar odiosas vivencias por las que se negaba a volver a pasar. Parecía que aquellos que le perseguían fuesen capaces de rastrear el dolor.

Se detuvo unos instantes tras un árbol rodeado de arbustos, dando un vistazo a sus espaldas. La frondosa vegetación que crecía entre los grandes árboles hacía entorpecer el avance, provocándole a menudo pequeños cortes en las piernas, que ahora su desgarrada armadura, dejaba entrever. Los caminos y senderos hacía tiempo que habían desaparecido de los alrededores, cubiertos por el manto de la niebla y la nocturna oscuridad. Aun así debía seguir; adelante. Y para ello, para encontrar las suficientes fuerzas, simplemente, dejó de mirar atrás. De inmediato volvió a iniciar el paso rápido al frente.

Por desgracia no recorrió un largo trecho. A poco sus pies fallaron, haciéndole tropezar con unas enmarañadas raíces del saliente árbol, cayó a plomo. Casi parecía que esa piedra que golpeó su cabeza al llegar al suelo, hubiera sido colocada por la ironía; adrede. El nublado bosque se tornó oscuridad y el dolor que sus heridas le hacían sentir dieron paso a la calma.

Despertó en un lugar desconocido, tenía el aspecto de un refugio de montaña. No podía apreciar cuanto tiempo llevaba durmiendo. El blando lecho bajo su maltratado cuerpo hacía más llevadero el descanso. Atardecía tras los cristales de la ventana cercana, por la que podía verse una edificación mayor, que parecía formar parte de algún puesto Errante.

Se incorporó e hizo intención de ponerse en pie. El pinchazo en el costado derecho fue inmediato, pero el resto de heridas que le recorrían medio cuerpo estaban cicatrizando, ayudadas por un ungüento aplicado a conciencia.

Cuando consiguió caminar unos pasos se dirigió a la puerta de la pequeña habitación, por la que se colaba el resplandeciente centelleo de un fuego encendido.

Junto a éste, un pequeño grupo de elfos, preparaban la cena. El único de ellos que estaba en pié le miró fijamente.

- Al fin despertaste. Ven siéntate junto al fuego. – dijo este, quién parecía ser el cabecilla de ese reducido grupo.

Athaner se tambaleó un poco dirigiéndose hacia dónde le había indicado y se dejó sobre un ligero aposento.

- No tienes buena cara. – le dijo el elfo. – Aunque ciertamente pareces bien recuperado si tenemos en cuenta el estado en el que te encontramos.

- ¿Dónde me encontrasteis? ¿Dónde estoy? ¿Por qué me recogisteis? – preguntó tartamudeando el herido elfo.

- Calma, calma… Te encontramos tirado en el bosque, bastante lejos de aquí. Tuviste suerte de que pasáramos por aquella zona. Te recogimos como bien pudimos y te trajimos al puesto, donde te han tratado y curado las heridas y dolores. Llevas cuatro días descansando… ¿Por qué lo hicimos, preguntas? Después de lo que ha ocurrido, encontrar supervivientes es lo primero y especialmente aquellos combatientes que se perdieron por los bosques en mitad de la batalla.

- Gracias… – fueron las únicas palabras que pudo decir en esos instantes.

Pasaron unos minutos de silencio mientras Athaner rememoraba su escape por el bosque.

- ¿Visteis a alguien más por los alrededores del lugar donde me encontrasteis? – preguntó Athaner, rompiendo el silencio.

- No, nadie más había con vida por allí, solo te encontramos a ti. – respondió el elfo mientras dejaba a su lado, su espada y pertenencias recogidas. - Apenas hemos encontrado supervivientes en esa zona. Cuando la primera gran puerta cayó, el regimiento se dividió; el mayor grueso hizo retirada hacia el norte junto a la General. Se dice que la última gran puerta también cayó junto al resto del regimiento y entonces todo se sumió en caos. Algunos incluso aseguran que la General ha fallecido también. Las bestias muertas no cesaron su avance hacia el norte, apenas hay comunicación con la Capital.

Esas palabras resonaron en su cabeza como una verdad descubierta, dejándole pensativo.

Al rato, el elfo le acercó un cuenco con un poco de sopa que, seguro, le revitalizaría. Cuando movió el brazo para alcanzarlo, sintió de nuevo el pinchazo.

- ¿Cómo es que no se me ha curado ésta herida? - Pudo preguntar entre quejidos, Athaner, indicando la zona dolorida.

El elfo se incorporó y observó resignado su costado, a simple vista intacto y carente de cualquier rastro de mal.

- Amigo... - le dijo - … es por todos bien sabido que hay heridas que no curan.

Entonces Athaner frunció el ceño, observando su espada, mientras esas palabras y aquella afirmación le hacían rememorar el verdadero dolor de la herida.

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Athaner y Sybila

 



Sus músculos estaban todavía rígidos, marcando un físico modelado para la lucha cuerpo a cuerpo, casi perfecto en sus formas. La lluvia, incapaz de borrar los restos de sangre ajena que lo cubrían, se dejaba caer, vencida. Alrededor yacían esparcidos multitud de cuerpos de los Orcos, testimonios de la cruenta batalla librada. Tímidos rayos de un sol poniente bañaban la escena de rocosas montañas, tierra árida y argilosa, creando un ambiente contrastado de irrealidad.

El último con el que había luchado, fue un duro rival, más por su fuerza, empeño y valentía que por su habilidad. Hay quienes caen rápidamente cegados por su rabia, y quienes resisten mayor tiempo respaldados por su astucia. Los menos, quienes vencen dominando ambas virtudes. Finalmente, la estocada fue letal. La hoja se hundió fácilmente, imparable, directa al corazón del Orco y éste cayó sin vida, a plomo contra el suelo.

Todavía mantenía su escudo, mellado, alzado y protegiendo su flanco izquierdo, como a la espera de una nueva envestida por parte del diabólico enemigo. La espada, ensangrentada prácticamente hasta la empuñadura, continuaba alerta, en tensión, como formando parte de su propio cuerpo, preparada para una nueva embestida. Fijó en ella su mirada, mientras el jolgorio de la inminente victoria crecía por todas partes, inundando el momento.

Tragó saliva.

En su mente comenzaba a germinar la calma tras el torrente de actividad y la adrenalina surgida durante el combate, alejándole de cuanto acontecía en el mundo, y transportándolo al pasado.

La espada, legado de su padre, se le había hecho entrega justo antes de partir a esa batalla donde ambos lucharían codo con codo, por primera vez, se alzaría la gloria de su familia en una batalla lejos de su hogar, pero con la esperanza de otorgar un bien al mismo impidiendo que el peligro avanzase. Por esa razón él y su padre se habían unido a las legiones de la Alianza de Lordaeron. Pero su padre estaba ahora muerto, al igual que tantos otros en aquella cruenta guerra. Observó de nuevo la espada y recordó la primera vez que la vio.

Brillante, reposaba sobre una tela cerúlea, símbolo de voluntad en aquella época. En ese entonces le pareció enorme, casi tan alta como él. Aun así, la cogió con ambas manos de la empuñadura, e hizo ademán de alzarla. Apenas logró levantarla unos centímetros, pero tal hito significó mucho a su corta edad.

Con el tiempo, se convirtió en su más preciado y valioso tesoro, admirada por muchos, y por sí mismo; y una vez fue lo suficientemente alto como para portar una atada al cinturón sin que arrastrase la punta por los suelos, nunca dejó de acompañarle; arma impregnada de los valores que su familia le había inculcado.

A falta de amigos o en quienes confiar plenamente, se sentía seguro con ella. A menudo bastaba la visión de su empuñadura para disuadir a cualquiera que buscara problemas. Si no era así, el brillo de su filo y la majestuosidad de su hoja dejaban perplejo al ignorante adversario. Pocas habían sido las ocasiones en las que tuvo que batirse con alguien, y en ellas, unos cuantos movimientos bastaron para desarmar al oponente.

Nunca había matado por gusto. Nunca lo había hecho. Nunca había matado a nadie, hasta el día que partió a esa batalla junto con su padre. La espada de su progenitor le había sido entregada y ahora que este yacía sin vida, él era su legítimo dueño.

La lluvia cesó, como si diese por finalizada la cruenta batalla. A lo lejos todavía se escuchaba algún quejido agónico, que terminaba repentinamente tras un golpe seco. Intentando mantenerse sereno ante el dolor de la pérdida y a la vez ajeno a tan triste desenlace, sumergió la espada en uno de los muchos charcos y la limpió lentamente, disfrutando de su esplendor a medida que iba quedando libre de la esencia vital de quienes habían osado enfrentarse a ella.

Cuando era más joven siempre se había preguntado por qué las cosas más bellas eran las que causaban más conflictos, o mayor dolor, pues en ocasiones había sentido en su persona algo similar a heridas, no físicas, pero no por ello menos crueles; como el amor que nunca le correspondió Shadrel.

Cogió un pedazo de tela y secó la espada, resplandeciente al captar los últimos rayos de sol de un duro día.

Al observarla por vez primera tras todo el mal producido durante la batalla, y ya sin huella alguna de él, se lamentó por cómo algo tan bello podía ocasionar tal suplicio.

Cierto es que no siempre es necesaria la voluntad para causar dolor, pero un dolor causado a voluntad puede ser el mayor de los daños sufridos.

Un joven soldado humano se acercó a él, y le puso un trapo húmedo en el costado derecho, presionándolo.

- Muchacho, estás sangrando. - le dijo el soldado.

No se había percatado de ello y siquiera sentía herida alguna. A veces, un gran dolor hace que ignoremos cualquier otro daño…
 



Su mirada persistía aun fija sobre la espada, mientras las danzantes llamaradas del fuego jugueteaban contorneando con su brillo en el acero de la hoja.

- Eh, ¿Estás bien? – preguntó el elfo, llamando su atención.

Athaner reparó en él entonces, apartando sus recuerdos de la antigua batalla donde el dolor en su costado comenzó a perseguirle, año tras año, tan rápido aparecía como se desvanecía y siempre llegaba a pensar que era en momentos como ese en los que rememoraba el porqué de su dolor; el dolor a la pérdida.

- Sí. – respondió Athaner, solamente.

El elfo acercó sus manos al fuego y volvió a mirar al introvertido soldado.

- Están reuniendo a los supervivientes para volver a asignar grupos en pos de salvaguardar las fronteras del Alto Reino.

Athaner se limitó a asentir, aunque sabía lo que eso significaba. No obstante, no esperaba hacer otra cosa que seguir adelante.

A poco pasó una semana, había dejado de notar molestia alguna en su costado, tal como se preveía, desvanecía solo retornando cuando debía rememorar.

Se presentó ante el Capitán del puesto montañoso, siendo asignado, tal como le habían informado, para proteger uno de los puntos altos cercanos al Paso Thalassiano.

Pasó allí siete largos años; de los cuales no siempre fueron bendecidos por toda esperada tranquilidad. Resquicios de esos engendros todavía vagaban por los bosques cercanos, aunque en el peor de los casos eran los Trols los más asiduos a su encuentro con la división de elfos que estaban encargados de vigilar esa zona.

A simple vista podía parecer una suerte defender ese lugar, pero no era así. Uno de esos casos en los que se puede afirmar que las apariencias engañan. Las fronteras siempre requerían de severa vigilancia y a menudo la propia desconexión con todo lo demás, hace más difícil la vida del que sirve en ese propósito. Sin embargo, Athaner estaba acostumbrándose a ese hacer, que día a día, se consumía por la certeza del pasar del tiempo. Llegando a ser una bestia dormida, en su interior.

Y así los años pasaron…
 


 

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Esa era una noche especial. Podía notarlo en el aire. Podía notarlo en la sangre. Grises nubes se movían en lo alto, mecidas por un viento pausado que traía consigo noticias de la Capital; nuevos cambios en las divisiones del Alto Reino. Todo alrededor permanecía en silencio, precavido, prudente, observando cuanto acontecía.

El sendero, ascendente, estaba bien marcado en el terreno, durante largo tiempo transitado por los elfos que servían en el puesto montañoso.

Siguiéndolo, se llegaba a un punto en lo alto de una loma quebrada y desde la misma podían verse árboles desnudos despuntando, viejos testigos de los acontecimientos pasados. Athaner, empezó a recorrerlo, subiendo por el sendero, con calma.

Bien es sabido que ningún camino es fácil. Tampoco lo era este. Existía un punto crucial en la subida donde el paso transcurría entre dos altas paredes, talladas verticalmente casi a la perfección, dibujando un estrecho. Ese era el punto crítico, en el que, a menudo, aquellos cegados por su instinto u obsesión caían en la trampa, colocada allí a conciencia, y quedaban apresados, a la espera de acontecimientos nada gratos.

Por suerte él, conocedor del peligro, había aprendido a sortearlo.

Más adelante, y a mayor altura, existía un recodo desde el que se podía ver la amplia llanura situada a los pies de la montaña. Gustaba de detenerse allí y divisar el horizonte, en esa ocasión borroso por una neblina que caía sobre la vastedad de cuanto podía alcanzar a ver.

En ese atardecer sombrío algo a lo lejos le llamó la atención. Observó, con sus ojos ya un tanto acostumbrados a la oscuridad, el movimiento rápido entre la bruma de varias siluetas, apenas sombras en la distancia, como fantasmas en una noche cerrada. No les dio importancia. Sabía quiénes eran y conocía sus propósitos. Los soldados que acudían desde la Capital para informar de la restructuración de divisiones.

En aquellos momentos se sentía pleno rodeado de su apacible soledad. De hecho, llevaba tiempo solo, y algo había nacido en su interior que le hacía intuir cuándo no era así.

La llegada a la cima era, al igual que la noche, especial. Similar y distinta cada vez que subía a esta. Una brisa calmada le recibía, un juego de luces y sombras cambiantes lo envolvía mientras andaba entre los árboles y se dirigía al pequeño claro situado en el punto más alto.

Era ese un lugar al que seguía volviendo cada cierto tiempo, aun cuando casi nada cambiaba en él visita tras visita. Al llegar, levantaba por vez primera en toda la subida su mirada. Y allí estaba, el cielo estrellado, manto negro, adornado por diminutas perlas que chispeaban. Cada estrella, tan bella como distante. Tan hermosa como lejana. Tan deseada como inalcanzable. Subía allí para poder admirarlas, pues era el punto desde el cual podía deleitarse de la forma más sublime de las mismas. De las pocas cosas que todavía en aquel desolado lugar, parecían llenas de vida e imperecederas.

En esos momentos, poco más necesitaba que su propia soledad… y su brillante compañía. Era en esos momentos cuando a veces podía discernir como nacía un ligero lamento hacia el ayer y estaba más cercano a su alma… pero a la vez más convencido de que su porvenir era volver a andar camino recto y no olvidar lo que significaba para él la lealtad y el honor.

Editado por Natea
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