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No es el lugar, ni el momento, ni el sujeto, pero cuando algo debe decirse, se dice, y punto.

... Solo eso.

EL GRITO

La caída de Ismael

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A Fabrizio

Cuando Ismael recuperó parte de la conciencia, observó con el rabillo del ojo cómo una daga en forma de medialuna danzaba en torno a su cuello, y volteando la cabeza para darle así una mirada a su verdugo, miró atónito de que la cuchilla era sostenida por su propia mano. Asustado por el instinto deslizó la daga entre sus dedos hasta que cayó en la alfombra. Por un instante se sintió aliviado de haberse salvado de sí mismo, pero de repente a su cabeza volvieron las imágenes de ella, y él, trastornado por su ausencia, lamentó su cobardía.

Se reclinó sobre la silla y dejó que sus dedos la buscaran nuevamente, pero a cambio el azar le ofreció el helado vidrio de una botella de vino. Empezó a recordarlo todo, ¿desde hacía cuánto estaba así? Sintió el agrio sedimento del alcohol en su boca, y luego de tragar toda la saliva que podía, levantó la botella tomándola de su pico. La abrió todavía con imágenes sin nombres pasándole por la mente, pero todas con un solo rostro: el de ella.

Entrecerró sus ojos y pasó la mano por su frente. Se sentía desorientado, profundamente perdido; llevó a sus labios la botella y saboreó con amargura el líquido nepente. Por el instante del trago todo se redujo al crudo placer de consumir, sin embargo luego llegó la depresión con más fuerza. Su corazón titilaba suave entre las brasas del dolor, y de su mente quería alejar la ingrata imagen de ella. Divagó entre las estepas de su recuerdo y solo encontró soledad. Ella, solamente ella, a quién amó con toda la fuerza de su corazón y por quién sacrifico su alma. ¡Ingrata! Deseó gritar, más sus labios estaban pegajosos por el licor… Sacrificó su espíritu en su nombre, en la búsqueda de lo que alguna vez se le prometió como amor. Por primera vez en medio de su entrecejo pasó la imagen de otra mujer, pero se diluyó en la masa negruzca del recuerdo de su amada.

Tomó la botella nuevamente y la impactó con fuerza contra la alfombra, quebrándola en pequeñas centellas que saltaban multicolor hasta que fueron tragadas por la oscuridad. ¡Trágatelo alfombra, trágatelo olvido, como a todos nosotros! Pensó, y embebido nuevamente en la soledad de sus remembranzas, buscó sin levantarse la daga. Apenas lograba sentir la dulce filigrana entre sus dedos cuando las yemas rozaron el filo. La tomó con la punta de los dedos y la alzó en medio de duda todavía.

Ya en su mano derecha contempló con la mirada perdida el portal a la vida eterna, pero antes de la incisión final, levantó el brazo y observó el débil reflejo luminoso que centellaba la hoja gracias a la luz que chorreaba de la claraboya. La luz caía tenue y no se dejaba descifrar; lamentó que su vida se consumiera aún antes de ver la naciente aurora en todo su esplendor, y como un rayo recordó a su madre, ¡Preciosa mujer! Pero ella ya no estaba, se había marchado hacia el fin eterno dejándolo solo y con sus recuerdos. La esperanza le iluminó la conciencia y sintió el atisbo de un antiguo amor acariciarle de nuevo el corazón… sin duda había sido su querida madre, que de las sombras lo había rescatado de su caída. Algo, intentó convencerse, algo debía de haber en su interior que pudiera salvarlo. Cerró sus ojos y pareció sumergirse en el sueño; sus labios acertaban palabras huecas y al azar, que paulatinamente asumieron una musicalidad que parecía recordarle la infancia. El silbido caótico se convirtió en una letanía que de golpe llegó a su memoria. Era un canto que su madre le repetía en las arenas, La caída del Rey.

Vivió, en años desconocidos

un rey, de los seres el más puro

por el mismo Dios elegido,

para desterrar el dolor obscuro

que el demonio había ungido.

Rey soberano, rey seguro

sin atisbo de mancha ni pecado;

pero a él llegó un murmuro

del mismo mal engendrado,

desde las arenas del desierto

una mujer, un loto dorado

daría con el rey muerto.

El más grande de los hombres

de cuerpo, espíritu y alma

al conocer de la mujer su nombre,

ya no pudo encontrar la calma.

El deseo lo consumía desde la noche

y su tristeza precedía hasta el alba;

en medio de tanta agonía y derroche,

proclamó amor encendido a su diosa,

ató su alma a la suya, como un broche

al deseo filial de que ella fuese su esposa.

Su amor traicionó a Dios, y Él en su ira

quitó al rey de los dones otorgados.

Su cuerpo cayó, como quien espira

la muerte al azar de los dados:

del espíritu, éste habitó en condena

cuando la mujer, de rostro soñado

robó su trágica vida ajena.

Y el alma, su más oscuro secreto

se fugó con la mujer, y en la arena

desapareció por completo.

Así murió el rey

con el corazón herido

sujeto siempre a la ley

de querer y no ser querido.

Ismael terminó su letanía embebido en los años de su infancia, y vio nuevamente a su madre acariciarle el rostro con suavidad mientras que la soledad los sorteaba en las arenas. Sonrió trágicamente y lamentó que no estuviese ahí para salvarlo, pero quizá sus palabras, aún vivas en su memoria, lo convencerían de no morir por el mal recuerdo de una mujer. Pensó en los dones de la vida: espíritu, alma y cuerpo, aquellos que le fueron enseñados antes de que fuese consumido por el amor. Más, ¿qué le quedaba? El alma le fue robada con el primer suspiro que exhaló por su dama, y su espíritu encontró la ruina al amarla sobre todas las cosas. Lo único que todavía se esforzaba por seguir a flote era su cuerpo como la única marca de que todavía era él mismo, ¿pero si desapareció junto con su ella? Debía de comprobarlo… aún tenía una razón por la que vivir.

Se levantó pesadamente, con daga en mano recogió los pliegues de su toga y avanzó descalzo a través del alfombrado oscuro, tan suavemente que los restos de vidrio no le alcanzaron a tocar; caminó como si flotara, influido por la fuerza mística de su amargo amor. Alcanzó lentamente el umbral de su puerta y con los dedos juntos la empujó sin ejercer mucha presión. La centella de luz pareció cegarlo cuando tocó sus ojos. El poderoso lucero surcó ágilmente la entrada oscura, pero Ismael, decidido en no contemplar nada más que su rostro, se alejó de la claridad que tanto anheló en sus épocas de tinieblas. Dobló el pasillo con el hombro junto a la pared, y con sus pies a ras del suelo franqueó la puerta que daba hasta el baño.

Antes de posarse frente al lavamanos, bajó su mirada dislocándose en el oscuro sifón que terminaba como un túnel. Pensó que el amor lo sumía y consumía al ritmo fatal de la muerte, donde la tragedia no es amar sin ser amado, sino perder la fuerza para amar, y debilitado por el amor, apoyó las manos contra el helado vidrio del espejo sin el valor de levantar la mirada. Pensó por largo tiempo más, hasta que decidido, apartó las manos del vidrio y alzó la vista, contemplándose como si fuera su primera vez.

Al verse sus ojos entraron en éxtasis. La antigua belleza que consagró a su infiel amante se había desvanecido en un soplo desesperado. De los oscuros cabellos que bordeaban su frente y se fundían con el calor del sol, había quedado un fino desierto amarillento con manchas anaranjadas al centro de su cráneo. Su nariz era ahora dos huecos, hondos y negros, rodeados de una costra pálida y marchita; los labios sin el sonroso del enamorado e igualmente blancos, estaban bordeados por un halo negruzco que terminaba en un decoloro marrón; y sus ojos, como inexpresivas y marfiladas siluetas coronaban la esfera amplia de la pupila oscurecida. La depresión afloró al verse deformado, y le pareció que el cielo destellaba en colores vivos y rociaba con su humor incandescente toda la atmósfera en azules, blancos y naranjas. El reconocimiento en el espejo le destrozó la cordura, y desesperado por dejar de ser él mismo, juntó sus manos a su rostro y lanzó un grito, un potente grito.

Decidido y sin pensarlo, apretó con fuerza la daga y la clavó en su cuello. Sonó en la apertura del vacío el quejido moribundo de Ismael, hasta que se desplomó al suelo con la daga hundida en su garganta y la sangre deslizándose a través de su pecho. Mientras agonizaba, le pareció rozar los dedos por la arena, y levantando la vista con la esperanza de ver en el cielo la última de las auroras, observó que el espejó aún reflejaba la imagen funesta de su grito.

Ismael, hombre casi perfecto cuyo único pecado fue amar, recordó, al borde de la muerte, lo que su memoria había tratado de borrar: el abandono de su amada.

No soportó una soledad sin ella, y asustado por verse en el vidrio sin su reflejo, había roto todos los espejos de su casa para poner, en su lugar, una imagen que le permitiera recordar el momento justo cuando ella se apartó de sus brazos para fugarse con la muerte.

Ismael, hombre que murió de amor, había puesto, en lugar de un espejo, "El Grito" de Edvard Munch.

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