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De las motivaciones

El calor de buena mañana se tornaba a finales de la temporada en rayano a lo insoportable. Olga se esforzaba en hacerlo notar con continuos y tercos resoplos a su flequillo, oscurecido ya por el sudor de la mañana, y le lanzaba miradas de cordero degollado a Gala mientras tamborileaba los dedos en el libro perezosamente. Mantenía los hombros agachados y el gesto cansino hasta que su “maestra” alzó la mirada del libro que estaba leyendo y bufó.

—Ya está bien, ¿No? —Gala movió las manos rápidamente, como si abofeteara el aire. A Olga le dio porque eso fuera dirigido imaginariamente a sus mejillas en vez de a limpiarse el sudor de la frente.— Todos tenemos calor, Olga. Pero no por ello nos vamos a quedar quietos sin dar palo al agua hasta la noche.

—Ni que de noche hiciera fresco.

—Además tienes que prepararte para la prueba. El calor ahora mismo es tan secundario como secundarias son tus quejas. Y te recuerdo que si no te admiten aquí, tus padres te mandarán lejos, muy lejos a continuar con un largo año más de teoría, un año más en letargo. —A pesar de sus palabras el tono y la actitud de la semielfa seguían siendo tranquilos como invariablemente tranquilos lo eran siempre. Era difícil definir su enfado ya que, hablaba igual estuviera molesta o no y tan sólo podía llegar a medirse cuando te acababa lanzando algo a la cabeza.

Olga resopló ante el cruce de miradas con Gala y tomó aire dispuesta a terminar la discusión que, de pronto se había vuelto un monólogo salpicado de reyertas sobre sus motivaciones para estudiar magia.

—Fuera como fuese, señoritas, ya va siendo hora de que se dé un baño y se arregle. —Apuntó alegremente Pomfrey desde el fondo de la habitación, mientras desdoblaba el blusón y dejaba descansar el corpiño de cuero teñido de añil sobre la cama.

—Eso. —Olga apostilló tras erguirse, meneando la cabeza y frunciendo el ceño repentinamente al fijarse en el corpiño.


Pomfrey, la sirvienta de la casa, le abullonaba las mangas del blusón ante la atenta mirada de satisfacción de la señora Castelgris, madre de Olga. No eran nobles, pero tenían dinero. Pagaban impuestos altos, pero disfrutaban de una vida de comodidades en el condado de Elwyn, donde su familia tenía la segunda tienda de peletería. La primera, se encontraba el perímetro norte de Ventormenta, en un barrio amplio salpicado de negocios menores.

Carraspeó para sí al terminar de divagar y suspiró mansamente encomendando su rescate a una muerte rápida de la mano de algún dios. La muchacha giraba en sí misma intentando alcanzar las cuerdas del corpiño de cuero, como un perro intentando alcanzar su propia cola.

— ¿Has entendido lo que te he explicado antes, Olga?

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que sí! ¡No es tan difícil, diantre! —Intentaba sin éxito alcanzar los cordajes del corpiño— ¿Me vas a ayudar o tengo que bajar desnuda a cenar?

—Ven, cariño. Pareces un murloc mareado —Pomfrey se sonrió sintiendo la mirada punzante de Olga y comenzó a atar con fuerza el interminable cordaje— ¡Ay, señor de luz! ¿Qué harías sin mí?

—Nada. —Olga contestó como un resorte, destilando rabia mientras se mantenía con las manos en la cintura y se dejaba hacer. Sintió un feroz tirón que estuvo a punto de dejarla sin respiración. — Ah, ah. ¡Ah! ¡Afloja o al sentarme me empalaré con mis propias costillas! ¡Dioses, quiero sentirme los pechos, no llevarlos bajo la barbilla! —Se puso la mano en el generoso escote, sintiendo que el aire volvía a sus pulmones.

—Eso es. Yo te cuido y te quiero más que a nada en el mundo. Por eso tienes que caer en gracia al amigo de tu padre en la cena. Ya sabes que trabaja en el Barrio de los Magos y puede ayudarte a entrar en la Academia de Artes y Ciencias Arcanas. —Comenzó a canturrear mientras daba pequeños tirones al corpiño para que quedara recto en la espalda de Olga— Nada nos haría más felices que tuvieras una larga y exitosa carrera como arcana. Tienes poder, chiquilla. Lo sabes, ¿Verdad? ¡Sólo tienes que estrujar ese cerebro y sacar el jugo!

—Pero puedo entrar en la Academia por mí misma, sin ayuda de nadie. No sería justo que me metieran directamente por algún favor extraoficial.

—Nadie dice que te vayan a meter directamente. Podrían llegar a tenerte en cuenta más rápido que si postulases a una plaza de una forma ordinaria.

—Sigue sin ser justo.

—Nadie dijo que lo fuera. De hecho, ¡nadie dijo que la vida fuera justa! Si lo fuera yo no estaría aquí, arreglando a la muchacha para la cena. —Ante la mirada sorprendida de Olga, Pomfrey se echó a reír con malicia y la abrazó por la cintura, estrechamente marcada ahora por el corpiño, confiriéndole a la mujer unas curvas marcadas difíciles de ignorar. — No te enfades, cariño. Sabes que sólo bromeo. Venga, ya estás lista para bajar.


Avanzó clavando los tacones en la madera que crujió a cada paso amenazando con quebrarse y se plantó en el extremo de la mesa, sosteniendo la capa de media espalda entre las manos con el cuello de piel de lobo antes de doblarla delicadamente. Se sentó al lado de su madre, empecinada en servir la comida en la vajilla de plata que habían usado por matrimonio. Los comensales la observaron un momento, y Olga observó de vuelta al comensal invitado, el invitado especial.

—Buenas noches, señor Wood.

—Buenas sean, señorita Castelgris. —Estiró un brazo para alcanzar la mano de Olga y sonrió. El hombre vestía tal y como esperaba. La casaca de seda engrosada con cosidos iba ceñida como acostumbraban los ventormentinos de clase alta, larga y con puños anchos como muchos capitanes de altos vuelos cuando ponían pie en tierra y deseaban pavonearse por las ciudades. La camisa ancha estaba descordada en el cuello y mostraba un visible trozo de piel morena, curtida por el sol al igual que el rostro del hombre. Olga se fijó en sus rasgos y en el nada sutil destello broncíneo de los pómulos. No tuvo que fijarse más para ver claramente. Era un oriundo sureño. — He escuchado que estarías interesada en entrar en la Academia de Arte y Ciencias Arcanas. ¿Por qué?

Olga dejó el tenedor con el trozo de cerdo asado sobre el plato y, antes de contestar, la voz de su padre, como un rugido, atravesó la mesa.

—Desde pequeña siempre se le ha dado bien la magia. —Movió un dedo rechoncho y sonrió tan ufano y rubicundo que le arrancó una sonrisa— Como su abuela tengo que decir. Mi madre era maga, y la madre de mi madre también. Y la madre de la madre de la madre…

—Padre.

—Sí, sí. —El señor Castelgris dio un sorbo a la copa de vino y continuó hablando— Siempre ha tenido fascinación por lo esotérico. Así que desde pequeña contratamos a una maestra para que le enseñara las bases y la historia de la magia. ¡Se le da muy bien! Es joven. Pero imagino que eso no será un problema, ¿verdad?

Olga sintió como la mirada del hombre la perforaba. Una mirada intensa que había experimentado más de una vez en presencia de un hombre. Se removió algo inquieta. Wood decidió mirarla finalmente al rostro.

—Joven sí, muy cerca de la madurez, también. Tengo que deciros que actualmente la matrícula es cara. —Levantó una mano para cortar la respuesta del señor Castelgris—El mayor impedimento puede ser que las plazas estén llenas. Sé que no tenéis problemas de dinero.

—Entonces, ¿qué nos recomendarías, Wood? —habló la señora Castelgris. El verdadero artífice de toda aquella reunión.

—Que continúe formándose con su maestra, aquí. Dejad pasar un par de meses más, al siguiente plenilunio, entonces, mandad a Olga a verme. Puede que pueda ayudarla entonces.

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Cerró el libro de magia y lo dejó en el escritorio. Tenía la mente tan embotada y las ideas tan retorcidas como las fórmulas arcanas que se empeñaba en memorizar. La teoría era difícil. Y quien dijese lo contrario mentía. Le fascinaba la facilidad que tenían algunos magos en poner en práctica lo que estaba estudiando. Al último lo había visto en Villa Dorada. Caminando todo gallardo con su túnica casi de gala, una actitud de soberbia, autosuficiencia y descaro que arremetía contra ella en una bofetada invisible. Su praxis había sido sorprendentemente impecable cuando, rodeado de transeúntes y niños había creado un reflejo idéntico a él. A cada cual más petulante.

—¿Qué tal los estudios? —Preguntó Pomfrey.

—Estoy tomando un descanso. Van perfectamente. —Se levantó y se acercó al espejo de cuerpo, cansada.

—No te preocupes. Pronto retomarás el hilo. —Se quedó quieta observando a ambas en el espejo. Ella, algo entrada en carnes y de piel más bien rosa en los pómulos y la barbilla. La otra de piel clara como la leche. Se fijó más en Olga, que mantenía la mirada concentrada en su reflejo. Desde que la conoció cuando era pequeña, el día en el que había empezado a trabajar allí, sabía que la hija del peletero acabaría siendo una mujer capaz de robarle el corazón a cualquiera. A veces Pomfrey la miraba y podía ver la parte de Olga que atendía a su edad, aún entrando en la madurez. La veía infantil, impaciente e incluso algo ingenua. Pero otras descubría en sus ojos negros una frialdad extraña y una pose que tan sólo nacía del alma; una suerte de amenaza capaz de arrastrar a la ruina a quien se pusiera en su camino y sin arrepentimiento ninguno.

Pomfrey dio un par de palmadas en la cadera a Olga, indicando que continuase con lo suyo.

—Muy bien, vuelta a los quehaceres. —Cargó con el canasto de ropa y sonrió a la mujer— Estás preciosa. ¿Por qué no sales y te das una vuelta?

Olga le sonrió y le pasó los brazos por el cuello, besándole la mejilla con el ímpetu repentino de una niña pequeña.

—Tú más. ¿Sabes si Ronald ha vuelto?

—Pues mira justo donde está. —Señaló la ventana. Desde fuera se podía ver un hombre alto, delgado y embutido en una armadura brillante de placas. El león dorado descansando sobre un mar de azul intenso indicaba que, efectivamente, había conseguido entrar en la guardia.

Olga no sabía qué brillaba más; si la cara radiante de alegría del muchacho que la miraba desde el bajo, o la armadura.

Abrió la ventana, quitando la maceta de flores silvestres y asomó medio cuerpo fuera mientras balanceaba un brazo frenéticamente.

—¡Ronald!

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Del círculo

Parte 1

Olga lo observó de reojo. Le encantaban los acónitos, eran flores preciosas de un azul vívido y eléctrico, de tallo largo y elegante. El buhonero que había pasado por allí les había dicho que eran tan bellos como letales. Los acónitos eran de una toxicidad sin igual y se decía que su mismo contacto prolongado podía hacer enfermar; he ahí el por qué le había entregado el ramo en un paño de tela. Eran plantas norteñas y no sabía cómo habían conseguido que las flores no murieran en el tórrido verano de Ventormenta, pero no se iba a quejar.

Villadorada destacaba también por el mimo a la horticultura y las flores bellas. Algunos tejados y repisas estaban llenas de flores de casi toda clase, perfumadas o de vivos colores, enredaderas e incluso alguna planta sureña con púas irritantes.

Olga observó ambos grupos de plantas, acónitos y gladiolos. Inseguridad y victoria.

—Entonces, ¿a quién has tenido que sobornar? —La muchacha miró al hombre con malicia mal escondida. —Un campesino con un puesto en la guardia. Uy, Ronald, uy. Que te veo.

—¡Eh! Deja de meterte conmigo. Sabes tan bien como yo que merecía el puesto y que me he estado entrenando duramente. —El pelirrojo gruñó y ni siquiera alzó la cabeza.

—Ya lo sé, bobo. —Olga clavó un dedo en la pechera metálica de Ronald. En el fondo, y no tan en el fondo, se alegraba mucho por él. El muchacho era huérfano. El joven había perdido a sus dos padres en el naufragio de llegada a Ventormenta procedentes de Kalimdor. No era una historia extraña ya que abundaban los piratas y los peligros marinos en aquella época. El bebé había salvado la vida en uno de los primeros botes en manos de una sacerdotisa de la luz que lo entregó al templo de Villanorte. Ronald no tardó en marcharse en cuanto pudo de la logia, aunque visitaba con cierta frecuencia a su salvadora, ahora una anciana.

Ninguno de los dos hablaba de sus progenitores; Ronald porque era demasiado inconstante como para preocuparse por unos padres que apenas recordaba, y Olga porque albergaba un amargo y secreto rencor hacia su madre, quien la había estado manejando como a un títere.

Más de una vez Gala y su madre se habían encerrado en el salón de casa y había escuchado una buena retahíla de reproches y voces. Olga por aquel entonces no había entendido la conversación dado que se expresaban en élfico, y hasta algunos años más tarde no consiguió sacar algo en claro de los alfabetos thalassianos.

Los dos amigos continuaron paseando durante todo aquel día y llegado al atardecer, con su abrazo fresco de brisa de mar, se decidieron a visitar la taberna local del Distrito de los Enanos.

Aunque el aire era espeso por el humo y la tierra temblaba por los golpes a los yunques, El Tonel Dorado era una de las tabernas más grandes y famosas de Ventormenta. Tanto por la cantidad de aventureros que se abastecían en las numerosas tiendas del distrito, como por el acceso cercano al Tranvía Subterráneo.

Olga se arropó en el fino manto, satisfecha del frescor de la noche a pesar de la humedad. Se cruzó el bolso a la espalda y echó a caminar al lado de Ronald hacia la taberna, situada en el otro extremo del Distrito de los Enanos, donde estaban las principales herrerías.

No tuvieron que andar mucho antes de encontrar las callejuelas llenas y es que, en verano, Ventormenta se convertía en un bullicio de gentes de todas partes atraídas por la temporada de comercio.

La ciudad, a medio camino entre lo sureño y lo norteño, había sido la ciudad más grande por muchos años. Era un símbolo para todo humano. Al igual que el carácter de su población, era un conjunto heterogéneo de arquitecturas y detalles de diferentes culturas. Como el resto del reino, acogía lo mejor de lo externo y lo asimilaba en pocas generaciones. Así cualquier extranjero comprobaba con extrañeza primero y satisfecha alegría después, que reconocía costumbres, comidas, vestidos o incluso saludos de su tierra en las orgullosas y bulliciosas gentes ventormentinas.

Las calles, incluso las estrechas callejuelas del Casco Antiguo o las peligrosas trastiendas, tenían enredaderas en las paredes, flores en las ventanas; árboles y jardines hermosos con fuentes de agua fresca y con mayor frecuencia en el Barrio de los Magos. En Ventormenta se podía comprar de todo y se vendía aún más.

Mientras andaban, un par de gnomos rodearon a la pareja, chillando y riendo con sus fuertes vocecillas, uno de ellos tiró de las manos de Olga.

—¡Olga, Olga! ¿Vas a hacer un truco de magia esta noche? —La gnoma, con una sonrisa agujereada, la miró expectante mientras daba saltos a su lado para seguir el ritmo del viaje.

—No, no voy a hacer ninguno. ¿No tendrías que estar trabajando en el Tranvía Subterráneo? —Alzó la voz y los miró a los dos mientras Ronald sonreía y los conducía.

La gnoma dio una negativa aullando y gesticulando exageradamente. Alguien había bebido ya.

—Pues no. Queremos verte hacer un truco de magia. Y a Ronald bailar. Eso. ¿Qué tal si el truco de magia se lo haces a él? Y luego un besito. ¡Entre los dos! No. ¡Entre los tres! —Se echó a reír y aplaudió ante la ocurrencia, mientras hacía mención a su compañero.

El gnomo la miraba con media sonrisa, sabiendo de la locura de su compañera, cuando Olga contestó.

—¡Mendruga! ¡Venga para dentro! —Hizo un gesto de darle una colleja a Dee que se aferraba a su brazo izquierdo, pero tan sólo la abrazó por los hombros y la besó en la frente, tiznada por alguna herramienta o algún invento. —Anda, vamos.

Cuando llegaron al Tonel Dorado el eco de la música alegre les dio la bienvenida. La taberna, al contrario que muchas en la ciudad, era de arquitectura mezclada. Lo primero que llamaba la atención era su tamaño. El Tonel Dorado tenía dos pisos, y su altura era considerable, sus puertas eran el doble que cualquier puerta común en la ciudad. Todo era de buen tamaño, incluso las contraventanas y, sobretodo, el ancho del pasillo del mostrador donde Myrla Stoneround trotaba sirviendo a sus clientes. Olga no hizo más que ratificar la necesidad del tamaño. Los enanos que había allí tenían unas espaldas tan anchas como puertas. Aunque la diferencia entre unos y otros, enanos y gnomos, dejaba a los últimos en una situación un tanto ridícula.

—Yo voy a por las bebidas. ¿Por qué no cogéis mesa? —Ronald se marchó hacia la barra abriéndose paso entre el gentío.

Cuando Olga volvió a mirar a sus dos amigos, se dio cuenta de que Dee estaba sobre la mesa, perforándola con sus dos ojos enormes y brillantes.

—¿Por qué no me dijiste que querías estudiar magia en serio?

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Del círculo

Parte 2

— ¿Estás completamente segura? —Dee aventuró, ahora más seria, mientras sujetaba en la mano la jarra de hierro llena hasta el tope de hidromiel. Un movimiento brusco más y una ola del dulce líquido bañaría su canesú.

— Sí. —Olga contó las jarras vacías en la mesa, al menos siete y, no todos habían estado bebiendo. — Voy a ver por qué tardan tanto en la barra Fick y Ronald.

Avanzó a empellones para abrirse paso poniéndose incluso de puntillas. Ronald al fin la vislumbró en una esquina y sonrió. Apabullaba la espalda de un enano mientras soltaba risotadas y sujetaba una jarra.

— ¡Quiero verte los pechos! — Un tipo que aparentemente había empezado hacía rato la fiesta, por su hedor a cerveza, salió al paso de Olga con los ojos arrebatados por la línea de su escote.

— ¡Mejor imagínatelos, patán! ¡Serán mucho más bonitos y conservarás todos los dientes! — Olga le hizo a un lado de un pequeño empujón y alcanzó la barra donde Ronald se encontraba, algo borracho, tambaleándose ligeramente y parpadeando.

— Mi Olga querida — Ron abrió sus musculosos brazos y la abrazó, achuchándola tras dejar la jarra en la mesa— La más guapa de Ventormenta y es para mí.

— ¿Ya te has pasado bebiendo? ¿Cuántas jarras llevas ya? —Olga le dio un manotazo en el pecho y contó las jarras en la barra.

— ¡Baah! ¡Collin ha traído toneles de cerveza del Forjaz, con burbujas! Es tan suave que entra sin darte cuenta. Me lo estaba contando Fick. —Señaló al gnomo paticorto, de buena planta y una atractiva sonrisa en su rostro moreno y ojos aceituna. Era el marido de Dee desde hacía un año y un par de meses, justo antes del ataque de Alamuerte. Recordaba, y no sin admiración, cómo su amiga había salido con una frase estelar libre de culpabilidad y llena de alivio días después del destrozo a la ciudad: «Al menos no ha sido el día de nuestra boda».

Fick era uno de los muchos ingenieros encargados de la restauración de Ventormenta llegados desde Forjaz. Se sentía orgulloso de ello porque se demandaban bastante sus servicios y nunca le faltaba trabajo. Había nacido en Forjaz y desde sus primeros años el mundo tiraba de él hacia todas partes. No era de extrañar, que uno de los puntos de mayor gravedad fuera la capital humana.

—He aquí a mi preciosa amiga, con la que algún día me casaré y tendré decenas de críos.

— Pues no sé quién va a tener tanto niño, como no los vayas a parir tú, conmigo no cuentes. —Olga sonrió y dio un beso en al frente a Fick quien sonreía observando la complicidad entre aquellos dos.

—Ignoro si Ron acabará siendo padre de tan numerosa prole pero desde luego que será el marido más afortunado de Azeroth si finalmente le honras concediéndole la mano.

Olga se echó a reír a coro del resto y señaló la muchedumbre entre las mesas y la barra, mirando a Fick y Ronald. — Es imposible hablar aquí sin quedarse sin voz, ¿de dónde ha salido tanta gente?

— He escuchado que algunos vuelven a Forjaz. Tiene que ver con la Liga de Expedicionarios. Parece que están formando otra expedición. Una de las importantes.

— Imagino que nos enteraremos si descubren algo. —Comentó Dee tras colarse entre las piernas de dos humanos. — Salgamos de aquí. ¡Apenas puedo escucharos!

Un grupo de soldados patrullaba las afueras de la Plaza de La Catedral. A pesar de ser de noche, las reparaciones todavía continuaban y los andamios se cargaban de rocas pulidas y herramientas. El paso de la calamidad no se había ensañado tanto con Ventormenta, pero no había sido indulgente; había causado daños y muertes. El fuego había comido madera y piedra. La torre había caído y el otrora parque se había hundido en el océano. En el pasado le había encantado pasear por el lugar frondoso. Era como tener un bosque lleno de esquejes variopintos; desde la planta dulce y veraniega hasta los árboles salvajes kal’doreis. Era un lugar de descanso y paz, donde a la mayoría de elfos nocturnos residentes en la capital les gustaba pasear. Pensó en cómo se sentirían ahora que no tenían esa pequeña cercanía a sus tierras.

Ton.

Ton.

Ton.

La noche abrazó la dulce melodía de las campanadas de La Catedral. La canción del reposo en honor a los Kal’dorei.

Dee se mantuvo hablando durante todo paseo a la ciudad. Olga no sabía cómo un cuerpo tan pequeño podía encerrar tanta energía. La gnoma había manifestado una afinidad hacia la magia desde que era un retoño. No había tardado en entrar en el gremio de magos de Forjaz, donde entrenaría la particular rama de la encantación. Su lema era: «¿Objetos mágicos? ¡Déjamelo a mí!». Viajaba de un lado a otro, la mayor parte del tiempo junto con Fick, en pos del comercio. Como ahora se encontraba en la temporada de verano y el comercio bullía en los alrededores, la demanda se había disparado y, salvo aquella noche, no solía dar abasto.

Olga la quería. Probablemente más de lo que se podía imaginar. Esos cuatro formaban un grupo bastante peculiar del que se sentía orgullosa.

Pensó en lo mucho que le gustaría que las cosas continuaran de aquella manera, tanto en el grupo como en la ciudad. Pero grandes cambios devenían a la vuelta de la esquina.

Ronald se acercó para rodearla por la cintura cariñosamente y la besó en la mejilla. Fick y Dee estaban a su lado observando ahora las luces preciosas que emitían la Torre de Magia a lo lejos y el reflejo en los acueductos. Los estudiantes abarrotando las tabernas salpicadas alrededor de la estructura y, en definitiva, el buen ambiente nocturno.

Pensó en lo mucho que desearía que nada cambiara, y en lo improbable que sería.

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Del rito

A pesar de que ya estaba amaneciendo, Olga se frotó los brazos en un escalofrío. Se obligó a sí misma a mantener la mirada en la pira que ya ardía con un fuego meridiano bajo la atenta vista de los sacerdotes de La Luz.

El cadáver de la madre de Dee se consumía bajo las llamas envuelto en un sudario frágil y especialmente inflamable. Al final no debía quedar más que cenizas y un espíritu libre que se alzara hacia el sol del amanecer.

Los pasos de la mujer no tomaron por sorpresa a Dee. Simplemente se giró para ver a Olga avanzar y colocarse a su siniestra. Su marido, Fick se colocó al otro lado.

— Lo siento, Dee. — Olga pasó el brazo por sus hombros, arrodillándose, y cerró los ojos ligeramente al besarle el pelo.

Qué pequeña era su amiga en comparación con ella. Mucho más delgada, sus brazos parecían de una muñeca de porcelana que Olga habría jurado que podrían romperse con facilidad. Su nerviosismo le impedía guardar el orden y era un caos, razón por la que su pelo largo lo tuviera algo descuidado y salvaje. Lo tenía bastante ondulado y de un rosa brillante. Olga esperaba que de un momento a otro entrara en razón y se diera cuenta de que era inútil; hiciera lo que hiciera siempre tendría el mismo aspecto lleno de ternura.

Ronald miró la pira situada en el traspatio del templo y a los dos sacerdotes que vigilaban el rito.

— ¿De dónde has sacado el dinero para pagar todo esto, Olga?

— Lo saqué de la cuenta comercial de Tess. —Olga hablaba con tono neutro pero a pesar de todo no pudo evitar escucharse a sí misma, no sin sorpresa, mantener un pequeño hilo venenoso al decir el nombre de su madre.

Había corrido con los gastos de la ceremonia dada la actual situación precaria de su compañera y que, tanto Fick como ella no habían podido disponer de sus cuentas en ese momento. Olga había querido ayudar con los costes, y en lugar de dar excusas estúpidas a su madre para retirar el dinero lo había robado. Su madre había cargado con suficiente rabia durante la tarde anterior por un desacuerdo de ‘’amistades’’ como para que, cuando fuera a pedirle el dinero, estuviera dispuesta a entregárselo.

Tess al verlas perdió toda sonrisa y se abalanzó a abrazar a la pobre huérfana con un fingido dolor que a Olga le pareció el colmo. Tras balbucear palabras de duelo se marchó como un suspiro, igual que había llegado.

Olga había pagado al templo para el último adiós a esa parte tan importante de Dee, sabiendo que aquella visión que había intentado inculcarle estaba, cuanto menos, equivocada. El mundo era un lugar interesado, cruel y peligroso. Uno debía tenerlo presente si quería sobrevivir. Cuando Olga muriera no deseaba estar rodeada de personas que la lloraran, pero al menos quería pagar a la capilla de Villanorte su responso.

— Si has robado a tu madre deberás cuidar de que no se dé cuenta. Sabes lo retorcida que puede llegar a ser, niña. —Ronald tenía razón, como casi siempre.

— ¿Qué debería haber hecho? ¿Dejarlo estar? — Olga musitaba aún con la mirada fija en las llamas y Dee, que ahora rodeaba la pira leyendo un soneto gnómico.

— No. —Se escuchó a Fick tras ellos— Pero te lo devolveremos más temprano que tarde.

Si Olga estaba de acuerdo no se pronunció. Tan sólo se encaminó hacia la corona de flores plantada frente a la placa que más tarde yacería en el cementerio, abrazando a su compañera mientras las motas de ceniza, como luciérnagas volaban hacia el cielo.

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Tess se ajustaba la blusa blanca tras recogerse el cabello con una tira violeta. Al igual que Olga sus ropas siempre estaban teñidas mayoritariamente de violeta y negro, salvo las blusas y los pañuelos.

La joven creía firmemente que el abuso de un color era de mal gusto y en Ventormenta sólo los nuevos mercaderes ricos lo tenían. O los dalarianos. O los quel'dorei nobles. O los norteños que no sabían vestir telas livianas y delicadas; Un norteño sin el peso de las pieles andaba de forma extraña, como si no tuviera suelo bajo los pies. Y andar con las piernas arqueadas o pisando un imaginario patatal también era de mal gusto.

Carraspeó para sí al terminar de divagar y agarró el ejemplar de magia teórica, abriéndolo por alguna página indeterminada. No estaba tan cansada como solía decir de la teoría. Disfrutaba aprendiendo de las opiniones y verdades que otros expertos habían elaborado antes que ella. Aunque era un camino guiado y no plato de gusto para impacientes deseosos de fuegos con estallidos de colores. Era cómodo pero sobre todo y especialmente tranquilo.

Poco a poco el baile lejano de voces se volvía tan insistente y molesto que no tuvo más opción que escuchar. En el salón se encontraba la señora Moore, agarrando el coleto de ante que le había entregado Tess.

Ahora lo recordaba. Su padre había estado trabajando en aquel coleto. Con especial atención y dedicación. Había elaborado un cuello de armiño blanco, que también le estaba entregando su madre a Moore. Supuso que se trataba de un granjeo de favores, como era costumbre en ella.

En Elwynn, donde las gentes vivían de forma medianamente holgada, trabajando y disfrutando de la vida, se sucedían –y más de lo que le gustaba admitir- reyertas entre mercaderes, campesinos y granjeros. Estos últimos solían montar jaranas cargadas de insultos en las que no era rara la intervención de la guardia. Las disputas entre casas y haciendas eran más frecuentes cuando se acercaba la festividad de la cosecha. Por ello se había formado una pequeña cofradía en representación de los campesinos, donde la esposa del alguacil Dughan trataba de prevenir y atender las quejas y problemas de esa índole.

Olga sabía por sus compañeros y conocidos pequeños susurros acerca de aquella cofradía. Era bastante rica e importante pese a no ser del todo oficial. Que Moore fuera la mujer del alguacil le confería el aparente derecho de dar puestos o quitarlos. Y a menudo las amistades podían más que la imparcialidad. Sin embargo no todos los cofrades eran iguales ni tampoco eran muchos.

La mayor parte de poder al fin y al cabo residía en manos de la democracia de su marido Dhugan.

Cuando Tess se despidió de Moore se giró para encarar a su hija. Olga pensó que si las miradas fueran capaces de atravesar la carne, la de su madre le habría dejado dos agujeros en el pecho.

— ¿Cuánto piensas atrasar la cita con Wood? —El ceño fruncido y la línea recta de sus labios le gritó a Olga que se marchara de allí lo antes posible. Se imaginó a sí misma abriendo un portal. Y en lugar de cruzarlo ella, empujar a su madre dentro.

— No quiero acudir a él. Pienso presentarme en La Academia la semana siguiente.

— Esto es el colmo. Primero lo convenzo de que nos preste una mano con la burocracia y consigas entrar sin mayor problema que la firma a un pergamino y te niegas. ¿Por qué? No te entiendo. Me gustaba pensar que mi hija es inteligente y sabe ver las buenas oportunidades cuando las tiene delante de sus narices. ¿Es que no te das cuenta? —Tiró arrebatándole el libro que hasta entonces Olga había sujetado entre sus manos para dejarlo con un sonoro golpe en la estantería.

— Al contrario. Porque me doy perfecta cuenta es que me niego a acudir a Wood. No para algo tan importante. Y desde luego no teniendo que soportar su melosa actitud. —Olga se dirigió a Tess y le clavó la mirada esperando a ver cuál sería su reacción esa vez.

Su madre tomó aire con pesadez y lo dejó salir lentamente.

— No te atrevas a ignorar el arreglo. —Alzó el mentón ligeramente— Insistí mucho para conseguir que nos prestara atención. —El dedo fino como una pata de araña la señalaba constantemente, acusador. La postura y el frenético movimiento se le antojó más agresivo que de costumbre— Te encuentras ahora mismo en una situación muy delicada. Deberías de ser conocedora de tu lugar.

Olga apretó los labios, se levantó y dobló por la mitad los pergaminos que tenía en el escritorio. Por más que intentara parecer imperturbable, la comisura de sus labios la delataba. Quizá sí debía hacer caso a Lyriah y presentarse en la academia cuanto antes.

— La respuesta es no.

Si el mensaje no había quedado lo suficientemente claro, la inflexión en su tono de voz remarcó la rotunda negativa.

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Boceto de un Mirlo del Bosque Elwynn.


Vida

Sentada tal como estaba a la mesa del Orgullo de León, cualquiera hubiera dicho que Olga se había quedado dormida. Tenía la cabeza sobre las manos, ladeada, y los ojos cerrados. Perfectamente inmóvil salvo, como el camarero pudo ver, por los dedos que tamborileaban pausadamente sobre la madera siguiendo un ritmo perezoso. Sus labios se entreabrían de vez en cuando y sus ojos se movían bajo los párpados de un lado a otro. Estaba repasando sin emitir ruido. A su lado un libro de papel encuadernado, una mezcla de lino blanco con páginas tejidas que había estado garabateando por días.

Olga llevaba cerca de cinco días en la posada de Villadorada. Había pagado por adelantado una semana y se entretenía en escribir y dibujar alzando la vista de repente para mirar a la ventana durante un tiempo que, a cualquier hombre normal, le hubiera parecido una eternidad. Después se lanzaba de nuevo a atacar el papel, escribiendo, tachando o dibujando mientras tamborileaba febrilmente los dedos de la diestra contra la mesa.

Había decidido marcharse de casa aunque no sabía por cuánto tiempo. La convivencia se había vuelto tan difícil en su hogar que, en un arrebato poco común, su equipaje había volado hacia la calle y se había arrojado lejos del aura nociva e insoportable de su familia. Se sorprendió a sí misma marchándose. Tenía su orgullo pero nunca se había expresado tanto por sí solo. Ya no importaba. En el momento que la correspondencia llegara a sus manos anunciando la cita para la recepción el problema del hospedaje se habría terminado. O eso pensaba.

Durante su hospedaje se entretenía estudiando para la prueba, dibujando a mano alzada y contando historias sobre la magia a cualquiera dispuesto a escuchar. La mayor parte de las veces se trataba de infantes que se sentaban en círculo y abrían las bocas de expectación. Otras los camareros. Y por último los aventureros, que gracias a la tensión de la guerra se acumulaban en las tabernas formando un tapón. Muchos de los clientes eran soldados que ahogaban sus pensamientos en el alcohol, como si aquello fuera suficiente para apartar la idea de una marcha al frente, hacia el corazón de la guerra. Dejar a tus seres queridos no debía de ser fácil, pensaba. Especialmente si no sabes si podrás volver a verlos.

Cuando Olga no canturreaba y asombraba con sus historias a los asistentes, se mantenía estudiando y dibujando con una copa de licor. No sabía que usaba la ocupación para no pensar. Que haciéndolo no sólo se estaba bifurcando su destino y que sus objetivos poco a poco empezaban a cambiar.

Iba a cumplir los veinticuatro años en breve y se estaba remontando a diez años atrás. Se dio cuenta, a su pesar, de que las cajas de recuerdos son baúles inmensos y que para encontrar uno en concreto se debe uno topar con otros que preferiría haber perdido hacía tiempo. A cada pequeña canción, cada verso, cada rima simplona le sobrevenía el rostro pecoso de Ronald. A cada historia veía a su hermana, con falsa vida. Los recuerdos de tardes de verano bebiendo jugo de limón precariamente endulzado con azúcar en las playas del puerto. Los castillos de arena y las discusiones sobre quién sería la princesa del reino.

Cuando los recuerdos eran dolorosos, generalmente cuando caía el sol y Farley comenzaba a recoger la posada, Olga apuraba la copita de licor y se arrastraba hacia su lecho, esperando a no pensar demasiado y que la mañana le sonriera con un nuevo día luminoso.

Paseaba de vez en cuando con Ronald y Dee por los alrededores de la villa, arrancando alguna que otra mirada curiosa de algún conocido que la reconocía. La gente era gentil y atenta; sonreían al verla y le asentían amables al pasar. Algunos guardias la miraban de reojo, entre el recelo algunos y la fría amabilidad la mayoría. Estaba encantada con el jardinero de la plaza que le mostraba contento el progreso de sus arbustos dulces y los esquejes que preparaba para plantar en el exterior.

Olga volvía después al Orgullo de León y volvía a estudiar, dibujar o canturrear para Farley y Melika mientras ellos se afanaban en preparar mesas y limpiarlo todo preparando la siguiente tanda de alegres parroquianos. Les cantaba canciones del esplendor ventormentino o rugientes canciones de taberna del puerto que les sorprendían por su estruendoso lenguaje. Les cantaba para hacerse perdonar canciones románticas de marineros y doncellas o trágicas tonadas de amores desgraciados que a Melika la hacían llorar, no ya por el talento o falta de él de Olga sino porque la mujer era muy sensible a las tragedias de jóvenes enamorados.

De vez en cuando la camarera le prometía una botella de licor o un dulce a cambio de una historia que acabara bien y Olga le sonreía diciéndole que las historias que acababan bien tan sólo eran el comienzo de alguna tragedia. Después movía la mano e invocaba una pequeña bola de luz fría que se deshilachaba, para subrayar la frase lapidaria con una sonrisa gatuna que no escondía la tristeza de sus ojos. Quizá por eso Melika siempre acababa dejando el dulce prometido en la mesa.

Asociaba cada canción a un recuerdo. Tarde o temprano se sumarían todos para contar una historia poco conocida y, sin embargo, una en la que intervenían muchas vidas y sucesos; una bien cargada cuyo título no era otro que el suyo: Olga Castelgrís

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Gnolls de Elwynn


Entre fuego y pelos

Parte 1

Fick dio un sorbo a la jarra de hidromiel y asintió, indicando que ya era suficiente.

—Coge la daga, Olga, por si acaso. —Finalmente sonrió— Estás muy guapa.

Olga le sonrió y le dio un beso en la mejilla con todo el cariño que sentía hacia el gnomo.

—Siempre tan amable. ¿Sabes si han movido ya a Ronald?

—Sí. Creo que tenía que hablar antes con Priscilla.

—Oh, Priscilla, Priscilla. ¡Perdóname! ¡Sabes que sólo eres tú la que ocupa mi corazón! ¡Por ti abro los ojos cada mañana, con la esperanza de posarlos en los tuyos y quedarme por siempre en ellos! Para mí son el mar más brillante y el más profundo. ¡Ni el Maelstrom! Un mar por el que deseo navegar por siempre y desentrañar cada misterio que desee proponerme. —Olga cogió de repente las manos a Fick y se pegó a él, haciéndolo recular con su discurso apasionado. Fick estaba tan sorprendido por el arrebato y lo seria que parecía la mujer que se le olvidó reírse.

—Por el infuso termodinámico, Olga… ¿Pero qué demonios acabas de soltar?

La mujer se echó a reír entre dientes y dio un salto para alejarse de Fick, echándose la daga al filo de cuero en el muslo y cruzándose la bandolera entre el pecho y la espalda.

—Lo que le dije a Ronald que debía decirle a Priscilla por si había escuchado que había pasado la noche con Nau’le. Es imposible que no le perdone con semejante declaración. —Hizo un gesto con la mano, antes de que Fick dijera nada— No te preocupes, se lo he hecho aprender de memoria. Aunque por si acaso se lo he escrito en un papel.

—No deberías ayudar a Ronald con sus desmanes. Especialmente cuando Priscilla se trata de su sargento y él es un suboficial. Si no fuera regalando sonrisas a todas no tendría estos problemas.

—Si no regalara sonrisas no se abriría caminos. —U otras cosas, pensó para ella— Y eso en alguien como él puede ser algo realmente grave. —Alzó un dedo y lo movió como si rubricara en el aire con una sonrisa.

—¿Y no estás celosa de que Ronald tenga tantas admiradoras? —Fick se contuvo la risa. Aunque sabía el eterno vaivén de sentimientos entre Olga y Ronald. Más probablemente por este que por la mujer.

—No. Cuando Ronald no está con ellas viene a verme. La otra vez me regaló flores. Aunque Melika se empeñó en ponerlas en las macetas del segundo piso antes que dejarlas aquí abajo.

—Quién os entiende. ¿Lo tienes todo entonces? Deberías de marcharte antes de que oscurezca. —Señaló con el pulgar el ventanal de la taberna, donde se podía ver el cielo encapotado amenazando con tormenta de verano y el color agónico que adoptaba el sol cuando se metía tras las montañas Crestagrana.

Olga asintió ligeramente y tras despedirse de su amigo salió afuera. La entrada de la taberna estaba vacía, algo inusual. La humedad en el ambiente se volvía insoportable y de pronto se sintió pegajosa. Dichosa Villadorada. Tenía que encontrarse entre dos lagos.

Con la idea de no viajar sola en mente se acercó al cuartel al sur de la plaza. Dos hombres la recibieron con un gesto amable. Qué alivio. Empezaba a pensar que para entrar en el ejército y ser destinado a un pelotón tenías que cumplir el requisito de ser tan parco en palabras como un trozo de carbón. Un ceño fruncido, otra cualidad importante. Como una maestra que reprehende a sus pupilos ante el mal uso de los gentilicios. Era ventormentino, no ventormentí.

—Buenas noches. ¿Interrumpo algo? —Inclinó la cabeza hacia un lado. Sus manos se juntaron entrelazando los dedos, como una devota paciente a la espera del sermón matutino.

Los hombres se miraron el uno al otro y negaron al unísono.

—Debo marchar hacia la Torre de Azora. Podría ir sola pero, después de escuchar los problemas recientes que está causando la nueva manada gnoll prefería preguntar. —Señaló hacia el camino este.

Ambos accedieron de tan buena gana que la sorprendió. No estaban de servicio. No había superior al que responder. Imaginó que estarían tan ansiosos por tener un encontronazo con los humanoides peludos como de alejarse del cuartel y de las órdenes de su sargento. Olga había escuchado entre pequeños susurros por allí y allá, por acá y acullá que era un auténtico grano en el culo. No tuvo que dejarse guiar más por ellos porque lo reafirmó cuando antes de partir, la sargento salió al paso preguntando adónde iban.

No reparó en los dos hombres hasta que ya habían salido de la villa. Uno era corpulento y alto como un árbol. La barba espesa rodeaba sus facciones cuadradas como el trigo cubría los campos en estival. Y su cabello salvaje se asemejaba a una mata silvestre, cuya tonalidad hacía juego con unos ojos pequeños y afilados de color terroso que miraban con un brillo y actitud rebelde todo a su alrededor. Ése era Sigmar. El otro se le antojaba más del sur que ventormentino. Le pareció más formal que el pelirrubio. Con unos ojos grandes almendrados y del mismo color que su cabello cortado al ras; un marrón que le recordaba a los gorriones que veía cuando se posaban en el alféizar de las ventanas del Orgullo de León. Tan alto como una montaña. Ése era Byrion.

Se sintió entre titanes, pequeña.

El camino se tornó agradable. Libre de algún problema. Quizá algún lobo cruzando el camino con una presa en la boca; un murloc desarrapado tuerto corriendo delante de un oso y, algún viajero que apretaba el paso, sabedor de que la noche estaba cayendo sobre Elwynn. Durante la mayor parte del trayecto Olga les sacaba conversación. Ufana y con toques divertidos el rato se hizo tan ameno que apenas notaron que habían llegado a los lindes de la torre.

Un viajero se acercó a ellos. Arrastraba los pies por el camino empedrado con movimientos renqueantes. Olga se dio cuenta cuando se acercó lo suficiente de que parecía más un mendigo que un transeúnte normal. Por la larga barba de armiño que asomaba de entre las sombras de su capucha supuso que uno viejo.

—Tened cuidado. Las sombras se mueven y los arbustos lloran. La patrulla pasó hace horas y el lugar es peligroso.

Sigmar asintió a Byrion abriendo la marcha. Olga por el contrario miró hacia atrás. Le pareció que por un momento había sentido la magia.

—¿Tú… sueles ir a torneos de lucha? —Preguntó el rubio.

—No. ¿Tú sí?

—Alguna vez. No está mal. Hay buenas y malas lizas pero, por lo general, si eres bueno se saca un buen pellizco.

—Suena interesante y peligroso. —Bromeó el moreno.

—Sí. Una vez me drogaron para perder una pelea… —Carraspeó— Nunca te fíes de una mujer sonriente y una cerveza gratis.

Olga creyó ver a lo lejos en el camino malamente iluminado cómo tres sombras se arrastraban hacia la oscuridad del bosque. No veía bien. Se prometió a sí misma que aprendería un conjuro capaz de iluminar los alrededores una vez entrase en la academia de magia.

La carencia de luz pronto fue cubierta por Sigmar. Tenía una antorcha en la mano. Y la torre se alzó ante ellos, imponente. Con sus ventanas brillando con fuerza.

—Allí está la entrada.

—¿Qué se te ha perdido aquí?

—He sido citada por una persona. Huelga decir que sus manos están metidas en la burocracia arcana. No era mi intención pasar la noche aquí, pero dados los acontecimientos espero que puedan alojarnos hasta el alba.

Un fuerte y terrible fogonazo iluminó tanto el camino hacia la entrada como los alrededores. El meridiano fuego ardía con tanta intensidad que a sus pupilas no le dieron tiempo a adaptarse. Sintió quedarse ciega. Ciega por la luz. Qué poético, se lo apuntaría.

El restallido de la flama resonó como un latigazo que reverberó por el bosque en silencio con un eco mágico.

Todos se cubrieron el rostro, y entreabrieron los ojillos cuando las llamas ya se disipaban. A lo lejos un par de siluetas humanoides se iluminaban por las lengüetas de fuego en un pelaje empecinado en desprender olor a cerdo quemado. Se trataban de gnolls, que reculaban y tropezaban huyendo de la torre calcinándose por su estupidez. ¿A quién se le ocurría rondar por los alrededores de la Torre de Azora?

La torre había sido por mucho tiempo el hogar de Theocritus. Un antiguo mago formado por el consejo del Kirin Tor que había decidido continuar con sus experimentos en el bosque Elwynn. Olga era pequeña cuando había comenzado a construirse el edificio. Era un particular centro de cuchicheos y rumores, que ella misma había participado en aumentar. Como era normal entre los niños reinaba el misterio y las luces cautivantes de la torre no hacían sino incrementar la ansiedad y expectación que tenían por la magia de allí. Unos decían que era un brujo. Otros que un poderoso mago urdiendo un plan para conquistar el mundo. Lo cierto es que tampoco se alejaban demasiado de la realidad. Theocritus sí que buscaba dominar algo. Aunque aquello no se encontraba en Elwynn.

En la entrada de la torre un par de alumnos gnomos corrieron a su encuentro. Ambos fueron llevados a través del corredor y, con un par de chillidos agudos les instaron a sentarse y esperar. Todavía no le había dado tiempo ni de presentarse y mucho menos de calmarse cuando la llamaron de arriba. Bendekar la esperaba.

@Sigmar @Chules

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Entre fuego y pelos

Parte 2

Después de subir las escaleras de caracol la había dejado esperando en la siguiente sala. Había pasado por cuatro o cinco candelabros pesados de los que no prendía ni una sola llama, y sin embargo la luz mágica iluminaba todo a su alrededor como un sol fantasma. Más que una sala de espera parecía un laboratorio: las mesas estaban cuajadas de probetas en las que burbujeaban líquidos de colores imposibles sobre una ornamentación salpicada de tallas rúnicas, pedacitos de arcanita por aquí y allá, algún metal líquido cuyo nombre no alcanzó a escuchar y componentes mágicos traídos de todas partes. O eso pensó, porque no reconocía ni la mitad.

La aprendiza humana estaba de espaldas, aparentemente hablando sola hasta que giró sobre sí misma y Olga pudo ver cómo la mirada de la mujer caía hacia abajo, a un gnomo que para ser un lo que se autodenominaban raza diminuta le llegaba más allá de la cadera a su compañera. Tampoco era que la humana fuese muy grande. El tipo tenía cara de fulano, de lo peor que había visto y una llamativa cicatriz no le restaba atractivo. Sin embargo Olga se fijó en sus ojos, como hacía siempre por costumbre heredada de su madre; ojos de cuervo, negros y sin vida, fijos en la aprendiza primero y que se movieron de lado a lado después para fijarse en ella.

Esperó a que dejaran de hablar.

Dos días antes, justo cuando la guardia había colgado los carteles de voluntariado, y El Orgullo de Lothar -un periódico sensacionalista a ojos de Olga- repartía la publicidad del reino intentando captar aventureros y mercenarios para contrarrestar las fuerzas gnoll, le había llegado la carta. La había recibido con desconfianza al principio, con la idea de que fuera plan de su madre cuyo orgullo todavía le había impedido ir a buscarla a Villadorada. Cuando la cogió observó el lacre. No tenía ningún símbolo blasonado. Repasó mentalmente que aquellos que tenían ínfulas o casas blasonadas solían tener algún escudo de armas que los identificara, y que los mercaderes y plebeyos en general que se podían permitir un sello generalmente imprimían las siglas de su nombre o su patronímico en un intrincado diseño enlazado. El lacre que había visto de la carta era de estos últimos y le pareció identificar una y una. Después de examinar el contenido y darse cuenta de que estaba lleno de palabrería formal propia de un escriba lo entendió. La citaban en la Torre de Azora pero no le decían el motivo. ¿Y si se trataba sobre la Academia de Artes y Ciencias Arcanas?

La conversación entre ambos había acabado y el semblante de Bendekar hizo que Olga reculara mirándolo con expresión preocupada.

—Adelante. Siéntate aquí. Arderás en deseos de saber por qué te he llamado. —El gnomo apartó las cortinas con suavidad y miró por la ventana con el mismo interés que se mira una mota de polvo.

—Sí.

—Tu carta ha llegado satisfactoriamente a la dirección de la gloriosa y magnífica Academia de Artes y Ciencias Arcanas ventormentina. Por encima del buen puñado de nobles que quieren apuntar a sus niños mimados para sacarlos de casa y otro atajo de quel’doreis. Por si no te has dado cuenta estos últimos viven muchos más años que los humanos y tienen más tiempo para atesorar el conocimiento. Aunque su capacidad para aprender se haya estirado tanto como sus orejas, en contrapartida la comprensión se ha visto reducida a un porcentaje directamente proporcional al de sus tierras.

Olga parpadeó ligeramente.

—Lo cierto es que todos necesitamos un pequeño empujón a veces. Te sorprendería la cantidad de fórmulas arcanas que se mueven en el mercado cuyo acabado fuera idea de otro. O el muchacho que asciende más ancho que largo con una armadura de plata brillante sin haber ido al frente.

Poco a poco el rostro de la mujer fue palideciendo a medida que su mente comenzaba a entretejer lo que podía estar sucediendo.

—Tengo entendido que tu familia tiene dos negocios. ¿Verdad? —Bendekar no esperó la afirmación de Olga porque ya lo sabía. Asintió un par de veces antes de proseguir con su perorata— Un buen trabajo del cuero. Magníficas las manos de tu padre, sí señor.

Olga frunció ligeramente el ceño, como si un súbito desprecio la disgustara.

Tanto Sigmar como Byrion alzaron la vista hacia las escaleras enroscadas. El sonido lejano de una discusión que subía y bajaba de tono como una canción de puerto se tornaba a cada segundo más cerca. No tardó en aparecer Olga como un tifón de capa y rabia, seguida por un hombre de mediana edad afanado en agarrarla tan rápido como la misma se zafaba.

Los soldados se levantaron y se acercaron a la mujer.

—No nos darán cobijo hasta mañana. Tenemos que volver a pie. —La mirada brillante y el cabello alborotado acompañaban el tono de voz de disgusto— Ni siendo del ejército es suficiente para prestarnos un par de caballos.

Los tres se dirigieron hacia la salida, sometidos a las miradas intensas de los pocos aprendices que quedaban despiertos a esas horas.

—¿Le importa si…? —Sigmar, camino a la salida, señalaba un libro cuya portada tenía una espada en llamas.

—No. Deja eso ahí.

Tanto la negativa como el murmullo que se había formado por los gnomos no fueron suficientes para acallar a Sigmar antes de atravesar los portones de la torre.

—A ver cuando hacéis un hechizo que os afloje el culo, estreñidos.

La primera parte del camino de vuelta resultó tranquila y suficientemente silenciosa como para que escucharan la fauna nocturna. Olga no estaba de humor para intercambiar palabras y los dos soldados se centraban más en vigilar para prevenir una puñalada en la oscuridad que en conversar.

El brillo de la luz reflejarse en el metal alertó a Byrion, que detuvo al grupo con un gesto. Si alguno se preguntó qué podría ser lo que acechaba en las sombras, la respuesta la obtuvieron justo después.

El aullido penetrante, cantarín en una risa de burla anunció la llegada de gnolls. Uno tras otro rodeaban al grupo arañando el camino pedregoso con sus uñas sucias.

Byrion no esperó más para lanzarse contra ellos, pero los gnolls fueron más rápidos. Con un salto animal uno de los humanoides placó a Sigmar posicionándose sobre él. Sus mandíbulas chasqueaban salvajes intentando arrancarle la cara.

Sigmar creyó desafellecer.

Otro de los gnolls cruzaba la poca distancia entre él y Byrion enarbolando su arma. El hacha del peludo humanoide penetró la carne del soldado con un golpe seco. Las piernas del soldado temblaron.

Olga no sabía qué se escuchaba más. Si el grito de dolor de él o el de satisfacción del gnoll.

—¡Bestia inmunda! —Gritó con voz ronca. El gnoll que hasta entonces había estado encima de su compañero sintió el frío metal en el cuello. Y luego la carne abriéndose para escuchar el gorgoteo de la sangre luchando por salir de la aorta.

Hasta entonces Olga no había tenido oportunidad de usar la varita que Sigmar había hecho para ella. Una que había encargado como recompensa –y eso que se adelantaba- a sus esfuerzos por un futuro ingreso a la academia. Pero todavía sólo sabía la parte teórica. Un poco de acumulación arcana. Sintonía entre el metal y el portador y…

La varita entre sus manos apuntaba hacia el gnoll restante. Apenas se escuchó a sí misma decir las palabras de mando para activarla. Pronto sintió el cosquilleo de la magia recorrerle la piel, y el vello erizándose como si hubiera cruzado miradas con un dandi. El artefacto se iluminó con una luz fría, azul, vibrante y casi etérea. Apenas una pantalla lumínica como la imagen que proyecta un rayo antes de impactar sobre la tierra.

Ni Sigmar, Byrion u Olga sabían a ciencia cierta qué había pasado. Pero el gnoll continuaba perfectamente preparándose para saltar encima del más desgraciado.

Uno, dos, tres segundos hasta que saltara hacia Sigmar de nuevo. El norteño rodó por el suelo cual oso, y con un gruñido gutural se levantó ágilmente. El martillo ya estaba en su mano cuando el gnoll intentaba retroceder.

El paso atrás no fue suficiente. Tampoco el retroceso de su morro ni el movimiento del brazo. El tropiezo ocurrió y la caída fue inminente. No hacia atrás, sino hacia adelante. La cabeza del humanoide quedó a merced de Sigmar, a la altura de su vientre. Como un can reñido por su amo.

Y Olga lo escuchó. Como una explosión salpicada de esquirlas de hueso y masa gris. El norteño había reventado el cráneo del último gnoll con una gracia violenta.

Ya estaban a salvo.

@Sigmar @Chules

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Espada y civil

Parte 1

Los gritos ya eran tan altos que se quedó parcialmente sorda. Observó con pavor a la lejanía el cuerpo del ejército que batallaba contra los gnolls en el punto estratégico que se había discutido. Se encontraba en el límite oeste del Bosque Elwynn, colgando de su pecho el tabardo azul del voluntario y preguntándose si realmente había hecho bien en acudir a la llamada del Rey Wrynn.

No había pasado ni medio día desde el encontronazo con Bendekar, cuando decidió alistarse en el programa de ayuda y apoyo a las tropas del ejército. Quería alejarse cuanto pudiera de lo que más temía, que en ese momento no era otra cosa que enfrentarse a las decisiones que Tess había tomado por ella y su familia. Estaba siendo poco razonable huyendo, y se hacía un flaco favor al rechazar que lo hecho, hecho estaba y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo. Ni siquiera había avisado a su padre de la decisión que había tomado. O a Dee. O a Ronald. O a Fick. Ahora lo lamentaba; eran los últimos estertores que daba su caprichosa juventud para dar paso a la madurez a ritmo forzado.

Sus manos agarraron con fuerza el bolso sobredimensionado hasta el tope de suministros mientras toda la retaguardia, abarrotada de voluntarios sanitarios alzaban la vista hacia el puente de piedra ahora en llamas.

Qué estúpida había sido.

Olga miró hacia abajo para ver a su compañera. Una enana robusta y fondo redondo cuyo nombre desconocía. Su cabello de un rojo pajizo estaba recogido en dos trenzas que rozaban y bailaban con la brisa del bosque. Su rostro ovalado y sonrosado te devolvía una sonrisa tranquila cuando la mirabas. Ésa era Brunilda. Un bendito remanso de paz que cautivó a Olga cuando la miró a los ojos. Un azul tan cálido y brillante que olvidó por un momento el miedo y la desazón que la comían por dentro.

Pero la bandada de pájaros negros que volaban hacia el destacamento que ella asistía la apartó de la calma pasando a la alerta de nuevo. Principalmente porque no se trataba de pájaros negros sino una lluvia de flechas de roble y hierro en busca de la carne.

—Dioses…

Las risotadas de los gnolls la crispaban. Era difícil que no lo hiciese. Tener a una bestia intentando arrancarte la garganta de un mordisco o partirte en dos con un arma blanca mientras se ríe de ti es, cuando menos, irritable y desconcertante. Pero lo más difícil no era combatirlas, sino esperar. Los soldados que no estaban en el principal destacamento sólo se quedaban quietos, como un arma esperando a ser usada por el brazo de Ventormenta. Olga se esforzaba por comprender el comportamiento de la guerra en el que la batalla se tornaba en un juego de estrategia donde las vidas pasaban a ser algo secundario. Hay que tener valor para alistarse en el ejército y entregar tu vida tan gratuitamente. Sabedora era que el patriotismo estaba a ley del día, ella misma lo era y orgullosa estaba. Pero de serlo a formar parte de la milicia… Le parecía suicida. Tanto como necesario, meditó.

Brunilda se adelantó. Los heridos ya empezaban a ser retirados hacia la zona segura donde los sanitarios no tenían un respiro.

Olga observó cómo aparecía Brunilda entre dos soldados. Arrastraba a alguien de los pies dejando un reguero de sangre.

El enorme bolso cayó sobre el suelo. Las gasas, hilo, aguja y diferentes brebajes curativos empezaron a ser repartidos a diestra y siniestra. Daba gracias ahora de tener los conocimientos necesarios para tratar a los heridos. Cuatro años había pasado desde que participara en las enseñanzas relacionadas con la salud que había impartido la misma salvadora que recogió a Ronald de pequeño. Tenía nociones medias de cómo aplicar y elaborar la plasta de brezospina y hierba cardenal que ahora mismo preparaba. Se había aprendido de memoria, algo usual en ella, las propiedades de cada una de las hierbas curativas de Villanorte y su uso. Ésas en concreto eran las más asequibles para un vendaje curativo y de propiedades antihemorrágicas.

—Brunilda. Coge este puñado de aquí. —Olga tendió un manojo de gasas enrolladas liadas con cintas de lino— Ve abriéndolas. Yo pondré la plasta encima.

El trabajo en equipo de las dos estaba perfectamente coordinado por algún sino. Si hubieran entrenado para ello no habría salido mejor. Una recogía a los heridos cercanos y la otra se encargaba de ponerlo en la esterilla. Otra removía las partes de la armadura –en caso de tener que hacerlo, porque algunos no podían quitarse los yelmos si no querían causarse un derrame- y la otra aplicaba los vendajes. Todo estaba perfectamente orquestado, ya no solo entre las dos, sino en la retaguardia. Cosa que no podía decirse del frente.

Los arqueros soportaban la agresividad a distancia y un súbito caos que hizo recular a las tropas.

Y entonces volvieron a sucederse las explosiones en el puente.

Entró en pánico cuando uno de los soldados que traían yacía con la espina dorsal al aire libre. Entre una masa sanguinolenta y palpitante con restos clavados de la armadura de metal. El tabardo quemado todavía tenía algunas llamas. Por un momento sintió que no podía más. Pero se obligó a sí misma a mirar y llamar a su compañera. Ella sí podía usar la luz.

Otro vuelco más al corazón.

Sigmar apareció entre los heridos.

—No te muevas. Estate quieto. —Ordenó Olga con su proceder— Fuera las placas. Estate quieto, ¡por favor!

Sigmar se retorcía como una bestia salvaje bajo las manos de la mujer. Brunilda echaba una mano para sujetarlo. Cuando la flecha salió del hombro del norteño su grito se fundió con el del resto de soldados y aprovecho para aplicarle el ungüento junto con una poción curativa. Ya quedaban menos de una docena.

Iba y venía. Se alzaba y se agachaba. Olga se había convertido en un tifón con la extraña cualidad de que había comenzado a cantar para los heridos. Era una voz no tan modulada por el trote, pero dulce porque prestaba atención a las apoyaturas de su voz, dándole, como ya era costumbre, un aire de la antigua Lordaeron a su canción; alargaba las notas y las terminaba en un suave trino.

Marcha de hombres de honor,

Con voluntad ardua y sin temor.

Largas las batallas sin demisión,

En ristre enarbolando el corazón del león.

¡Larga la espera, mi buen soldado!

Confusión certera atenazase el corazón.

Larga la espera, mi buen amado.

Es el ocaso el que anuncia el fragor,

De la marcha de cien soldados,

Con porte austero y valiente resplandor.

La paz ardiendo en sus enteos.

¡Larga la espera, mi buen soldado!

Confusión certera atenazase el corazón.

Larga la espera, mi buen amado.

Con nosotros la furia del león.

Sus compañeros muy de vez en cuando se giraban para mirarla; tenían otras cosas más importantes que hacer que ver a la mujer cantar. Pero lo importante no era la vista sino las palabras. Uno de los soldados heridos comenzó a llorar. Otro salió corriendo hacia el frente con alguna extremidad sin vendaje bien aplicado. Sigmar era uno de aquellos y Byrion otro. Un dúo que parecía no querer separarse ante el peligro de muerte.

No tardaron en salir disparados de nuevo hacia el frente como jabalíes persiguiendo al atacante de sus crías. Y ella se quedó atrás, entre la risa y el llanto que oscilaba el péndulo de la emoción.

Escuchó a lo lejos las órdenes de la capitana Dana. La trompeta anunciaba que los heridos debían ser trasladados al cuartel Arroyoeste.

El cansancio no pudo con ella hasta que traspasó los portones del edificio. Y en cuanto fue capaz de dejar el barreño lleno de gasas mojadas en sangre se cerró a un sueño necesitado y reparador.

@Natea @Sigmar @Chules @Visenya

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Juguete de un niño de Páramos de Poniente


Espada y Civil

Parte 2

Marchaban por una campiña rodeada de campos de cultivo por todos lados. Campos rectangulares, sobre todo, o al menos delimitados por líneas rectas. Pero estaban cubiertos por una maleza casi tan alta como un hombre adulto, cuyos cultivos había devorado hacía mucho. Donde los campos se encontraban con la carretera había setos asilvestrados o restos de carretas, y la superficie por la que caminaban era una enorme alfombra de un dorado difuminado sembrada de agujeros, algunos de ellos tan grande que cabía una persona dentro.

Un paisaje en decadencia, pero aun así dotado de una belleza sutil y desgarradora. Sobre sus cabezas, el cielo era una cúpula azul de dimensiones casi infinitas, a la que otorgaba profundidad un gigantesco banco de nubes proveniente del Mare Magnum. Era un maravilloso día de verano, pero el ascenso del sol estaba volviéndolo demasiado caluroso con rapidez. Y la escasa brisa seca que iba y venía a capricho malamente alcanzaba a refrescarlos. Como colofón, muy pocas aves cruzaban el cielo, carroñeras que decían en un lenguaje mudo para el observador que el sustento escaseaba tanto como la fronda.

Olga pensaba que eso podría cambiar de un momento a otro. Habían partido desde el Cuartel Arroyoeste apenas un puñado de horas después de haber conciliado el sueño. Estaba cansada todavía y el semblante sombrío de algunos de sus compañeros le hacía creer que ellos también.

Ya habían pasado la frontera entre Elwynn y Páramos de Poniente. Ella no había estado atenta a los cambios que el ejército hacía de sus superiores; ni de los capitanes, soldados o formaciones. Se dedicaba a seguir órdenes y a formar piña donde se la requería. Eso era el trabajo del voluntariado. La suerte era que no debías de pensar tu movimiento porque otros se encargaban de hacerlo por ti.

Qué conciliador.

Ahora se encontraban bajo el tórrido sol sin asomo de sombra. En medio del camino, frente a una carreta destartalada, con el rastro de la sangre seca y marrón.

Se sorprendió al sentir el bulto bajo sus pies. Había pisado un muñeco de caballo hecho con paja maltrecha y sucia que se le antojó fuera de un niño. Un niño –que de haberlo- ya no estaba en el mundo o lo habrían vendido como esclavo.

Sacudió la cabeza ligeramente perturbada.

—¡Amber ha encontrado a alguien! —Escuchó a los lejos. Y los murmullos acabaron por incrementarse cuando bajo el agarre mutilado de la mujer había un hombre maltratado por la vida en todos y cada uno de los sentidos.

Olga no se interesó por su nombre. Tampoco por el interrogatorio al que se veía sometido, si quería verse así, injustamente por una potestad cuyo abrazo no alcanzaba las yermas tierras de Poniente. El descontento con Ventormenta y su rey era claro como el agua, y el mendigo no parecía satisfecho con los pobres cuidados que se mandaban hacia sus tierras. Antaño un importante centro agrícola, ahora no era más que un pedazo de tierra sin una ley para todos.

Aunque haberla la había.

—No vi quien mató a los Cejade, chaval, pero me huele a algo. Olían a rico, como tú. Una pena… Eran parte de este lugar, una familia muy amable. Siempre estaban dispuestos a compartir un plato de comida o un poco de tierra. Pero, ¿realmente queréis saber quién los mató? ¡Pues yo os lo diré!

Y los soldados se giraron como autómatas hacia él, mientras sus opresores lo mantenían cerca.

—¡El Rey Varian Wrynn! ¡Él es quien los mató! Y a este paso también acabará por matarnos a todos los demás. A todos los vagabundos, sí… ¡De uno en uno!

Olga pensó que no era ella sola la que se había empeñado en no hacerse un favor. Ante la declaración del hombre el proceder del destacamento fue cristalino. Lo apresaron entre un griterío que se alargó más de lo que le habría gustado. Sea como fuere, fue exactamente por eso por lo que ella decidió mirar al suelo, para apartarse la antorcha ardiente del sol de la cara, con tan buena suerte que encontró un pedazo de pergamino sucio y ligeramente deshilachado. Rezaba así:

«…toda forma de… se ha basado… en el antagonismo entre opresores y oprimidos… nada que perder, sólo la esclavitud… el pasado no se puede olvidar… no se puede perdonar… SE VOLVERÁN A LEVANTAR.»

Y aquello cayó como un mazazo sobre la cabeza de Olga.

La historia era tan larga y con tantas bifurcaciones que tan sólo alcanzaba a recordar los rasgos más importantes sobre la decadente organización de la Hermandad Defías. O, como bien había leído bajo el agudo comentarista de Indrel -un bibliotecario y escritor que le prestaba libros a menudo- La antigua Hermandad de los Albañiles. Así se llamaba por aquel entonces cuando la Primera Guerra había estallado. Si trabajas en una restauración completa cuyo costo es tan grande como la superficie que quieres abarcar –en este caso Ventormenta-, lo más natural y lógico, especialmente lógico, es que salvo peligro inminente de muerte desees un favor de vuelta si no hay promesa de plateadas y oro. ¿Pero ni una u otra? No le extrañó la insurrección. Si bien no compartía sus ideales ni el modo en el que la habían tratado. Los más perjudicados no habían sido el ejército, ni siquiera los altos nobles. Habían sido los ciudadanos, la gente de a pie como ella o muchos de sus compañeros ahora cuyas familias habían sido hostigadas por el elenco de bandidos con su mal obrar. Olga pensaba que había muchas formas de abordar el tema. Y ondear la bandera de la diplomacia era la que más sentido cobraba en su cabeza. Independientemente de lo que pensara la historia no había sido indulgente con la hermandad. Había desaparecido y al menos a plena luz del día sólo quedaban reductos esparcidos, como células independientes. Probablemente se equivocaba.

—Sigmar. Échale una ojeada a esto y llévaselo a tus superiores. —Olga le tendió el trozo de pergamino, meditabunda. Quizá fuera la expresión en su rostro lo que hizo que el soldado leyera con rapidez, pero el volar de sus pies fue debido al contenido del pergamino.

Y entonces comenzó la lluvia de piedras. Guijarros que sesgaban el aire como proyectiles lanzados con hondas, salvo que por hondas había manos grandes y huesudas con la mugre como revestimiento. Se trataba de una muchedumbre que se reunía para demostrar su completo disgusto con el León de la forma más barbárica posible.

Si hasta el momento no había quedado lo suficientemente claro, aquello era tierra de nadie.

Avanzaron como una unidad. Manteniendo a los menos duchos en el combate en el centro de la formación, hasta el preciso momento en el que se escuchó el restallido de la bala y el rugir de la pólvora. Se trataba de uno de los voluntarios que había disparado intentando alejar a la turba, pero en su inminente desgracia un cuerpo se había atravesado por medio.

Entonces los gritos se intensificaron y la formación se rompió.

Olga corrió sin mirar atrás, con todo el peso de los suministros balanceándose y amenazando con tirarla al suelo.

Miró a Brunilda que se esforzaba en correr tras ella con una mueca desencajada. Miró a los soldados también que cerraban la marcha levantando los escudos blasonados.

Por suerte, a lo lejos ya se podía ver la vaga silueta de las murallas de Colina del Centinela. El último bastión del poder militar en la región.

[MENTION=128]Visenya[/MENTION]

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Espada y civil

Parte 3

Los soldados se cuadraron. Se apartaban los unos de otros en un tácito acuerdo situándose en los vértices de un cuadrado en cuyo centro permanecían en silencio los voluntarios y Olga, que no miraba a los mendigos apostados a su alrededor sino a la muralla y a sus compañeros.

Se sentía ahogada por la cercanía de los cuerpos y el reflejo del sol en las placas de los soldados. Pero mucho más aún por la cantidad de gemidos lastimeros que luchaban por penetrar en su cabeza como un pájaro carpintero repiqueteaba en el tronco de un árbol.

—¡Por favor, tengo hijos… !

Cerró los ojos.

El panorama era sobrecogedor. En las murallas del reciente bastión se apostaba una cantidad ingente de almas en la miseria como el musgo que crecía sobre las piedras ante la humedad. No había mujer, hombre o niño que no padecieran la marca de la desnutrición. O una mirada que no se clavase con recelo en ellos. O simplemente un llanto descorazonador por saberse una vez en la clase media y ahora hallarse en la pobreza. Algunos abrazaban pertrechos inútiles más propios de la nobleza –como una máscara para un baile o un bombín-, creyendo que todo cambiaría tarde o temprano, que el día en el que volviera a significar algo estaba a la vuelta de la esquina.

—Nostalgia. —Pensó con el tono frío que empleaba inconscientemente cuando estaba siendo categórica— El consuelo psicológico prevalece sobre las objeciones lógicas. Todo el mundo necesita algo a lo que aferrarse, una seguridad.

—Sólo los idiotas. —Comentó un voluntario a su lado. Olga no sabía que lo había dicho en voz alta. Al menos ese voluntario en concreto tendía a ver la seguridad en términos mucho menos abstractos.

Si Páramos de Poniente nunca gozó de ser una tierra gloriosa y fértil, siempre había tenido pequeñas concentraciones de granjeros que trabajaban la dura tierra. Una de las cosas que los caracterizaban, tanto a ellos como las tierras eran las calabazas. Esas calabazas grandes de un color entre el naranja zanahoria y el coral que solían adornar las calles de Ventormenta durante las “fiestas tenebrosas” con velas de sebo dentro. Un pequeño recuerdo que le pareció ahora muy lejano. No volverían a llegar esas mismas calabazas a la ciudad, desde luego no con motivo de festejo.

La tierra la mayor parte del tiempo se había visto azotada por las inclemencias de su voluble temporal, los caprichos de los gnolls y el bandidaje. Por ello era que se había creado la Brigada de Páramos de Poniente compuesta por la Milicia Popular. Se habían alzado, espada brillante y hoz para oponerse a la Hermandad Defías liderados por el alguacil Gryan Monterrecio y habían ganado. Qué lejos habían llegado. En sus comienzos una fuerza de voluntarios con un soporte militar tan irrisorio que apenas alcanzaban a defender dos puestos al mismo tiempo. Y ahora, tras la campaña de Rasganorte, contaban con el completo e incondicional apoyo del rey. Pero la depresión económica había echado raíces en las tierras como las malas hierbas, y los supervivientes de los jardines de Ventormenta destruidos por la calamidad se habían vistos trasladados allí. Que el rey diese su apoyo para expandir y fortalecer el bastión era casi una obligación por lo que se esperaba de él, pensó Olga, si es que no quería perder un trozo de su población.

Una de las soldados repartía unas monedas de cobre entre el pueblo.

Como una ola pronto todos los desahuciados y pobres acudieron hacia ella. Unos se deshacían en halagos lastimeros. Otros peleaban entre sí por una mísera moneda de cobre.

Su sargento se abrió paso entre la gente y la arrastró hacia el camino central de nuevo.

—En estos casos, Danvers… La piedad no se expresa en cobres. —Y bufó, como un toro ante el hastío de una banderilla en el lomo.

—Ni el respeto se gana por un tabardo. —Contestó Olga en un murmullo regado de un reciente veneno que, por alguna razón, había empezado a elaborar desde que la madre de Dee muriera.

Si las afueras de la colina estaban en la miseria, el interior era un bullicio de gente con una cantidad sorprendente de oficios que hacía un contraste tan brutal, que se preguntó si había entrado en otra realidad. El ir y venir de los carros cargando gigantescos tabiques de madera y rocas pulidas anunciaba que estaban reparando las murallas y expandiéndolas. Los puestos de grano se alzaban como oasis en el desierto y, en general, aunque un poco maltrecha, Colina del Centinela parecía más viva que nunca.

Avanzó hacia los barracones junto a Brunilda una vez los despidieron de la fila y se empecinó en reponer de nuevo toda la bolsa de suministros. Si bien no hasta el tope, al menos a la mitad. Era una mujer precavida, que mantenía un orden en un extraño caos. Algo difícil de ver a ojos de los demás, pero tan simple y natural que le sorprendía la falta de comprensión.

Descansaron, comieron, se cambiaron y limpiaron antes de acudir a la llamada de Mantorrecio.

Todos se habían presentado ante el alguacil y aquel que hasta entonces los había llevado a ellos; Melron, un semielfo de lengua larga pero carácter taciturno. Sus andares le recordaban a las ramas desnudas de los árboles en otoño cuando se mecían intentando arañarte.

—Muy bien, soldados. En el día de hoy el destacamento será dividido hacia dos focos principales de atención. Uno de ellos dirigido por el teniente Dawnblade y la sargento Lionhammer. Este irá destinado a la recuperación de una de nuestras principales fuentes hidráulicas. —Gryan Mantorrecio hablaba con una voz cargada de buenos deseos para los demás que por un momento la convenció. La convenció de seguir al pie del cañón— Los gnolls Zarparrío tomaron hace semanas el estanque este y comenzamos a sufrir los males de la sequía.

Continuó dando indicaciones sobre el papel que desempeñaría la primera división del destacamento. Una misión de limpieza; entrar, pasar a los gnolls por la espada, vigilar el perímetro, asegurar la zona y volver hacia casa con la frente sudorosa. De esa forma la vía hacia Arroyo de la Luna volvería a ser segura.

—Por otra parte, una misión de reconocimiento seleccionada entre las fuerzas de la división restante será enviada a la hacienda de los Cejade bajo el mando del oficial Melron. Necesitamos saber qué está ocurriendo con los granjeros de la región.

El semielfo soltó el lazo de seda del pergamino y lo extendió encarando al grupo. Comenzó a leer con una voz desprovista de emoción.

Olga se removió nerviosa. No quería tener que separarse de sus compañeros porque en los últimos días se había demostrado que la posibilidad de no volver a verlos estaba ahí, tan presente como la verdad rotunda de que respiraba sin pensarlo. Y esa posibilidad aumentaba exponencialmente a cada segundo que pasaba. Suspiró mientras palpaba el bolso y ojeaba a su alrededor cómo los soldados avanzaban al escuchar su nombre. Lo que no esperaba era escuchar el suyo tan pronto.

—Y Olga Castelgris, la médico. Sube por aquí.

Sintió una pelota en la garganta.

Se posicionó junto a los siete miembros restantes del destacamento con una pregunta martilleando en su cabeza. ¿Para qué la necesitaban en la investigación? Pensó, y no mal encaminada, que sus servicios eran más necesitados en la retaguardia de una batalla que estaba por librar que con ellos. ¿Acaso sabían que habría heridos y la llamaban para que recogiera y pegara sus pedazos?

Negó con la cabeza. A cada segundo se encontraba más tensa y nerviosa. Buscó con la mirada a Brunilda; no la vio. Buscó con la mirada a Byrion pero se encontraba en la otra punta demasiado distraído como para devolverle la mirada. Sólo Sigmar le alzaba el pulgar desde su sitio con disimulo, comprendiendo el nerviosismo y la confusión de Olga. La de gracias que daba por ello.

Y se marcharon, rumbo a la hacienda de los Cejade.

Por el camino Melron les fue explicando el plan. Las palabras claves y vetadas en presencia de la mala calaña que poblaba el norte de los páramos. Nada de ejército, ni brigadas, ni Colina del Centinela. Lo más básico. La mentira estaba bien construida, un grupo que venía desde Arroyo de Luna a intercambiar alguna clase de favor, pensó. Lo que más la impresionó, ante la orden de Melron de esconder el tabardo, fue la apariencia de cada uno. Parecían un grupo de aventureros. O bandidos. O mercenarios. Probablemente algunos lo fueran.

—Buscamos a un tal Lou dos zapatos. Él podrá ayudarnos a encontrar la información que queremos.

Todos asintieron tras él.

—Y nada de estupideces. —Habló Amber.

—Básicamente eso o nos cortarán el gaznate a todos. Y ya os digo que no se me conoce por ir salvando culos de gente que no conozco.

—Tan callada como una tumba. —Se apresuró a decir Olga con un tono tan jovial que no le pareció suyo. No querría arrojarse a los brazos de la muerte; hoy al menos no.

—Tampoco seas muy frígida o llamarás mucho la atención, encanto.

—Mejor que invitarles a una limonada con el símbolo del león…

Respondió con la misma frecuencia y tono de voz que Melron. Como una artista de la imitación y la mímica. Nada más lejos de la realidad, Olga era parcialmente una artista salvo por el pequeño detalle de que se negaba a admitirlo. La gente solía tener la mala costumbre de encasillar a las personas por un papel que desempeñaran bien o unos gustos que a nadie debería importar. ¿Una curandera no podía estudiar ingeniería? ¿El florista de la esquina no podía aprender magia cuando no vendía coronas de flores?

Después de unas horas que le parecieron interminables llegaron a las tierras labradas de la plantación. Las calabazas a lo lejos estaban secas y arrugadas y la mayor parte del camino se encontraba cubierto por zarzas pardas con pinchos de dos centímetros.

Los mendigos que salpicaban la hacienda se giraban a mirarlos allá donde iban y la pestilencia era insoportable. Lo habría sido aún más si no hubiera habido una ligera brisa por la cercanía del Mare Magnum que le acariciaba la nariz con promesas de sal marina.

Melron cruzó palabras con uno de los mendigos con tanta cercanía y confianza que de no ser por sus ropas Olga habría pensado en el semielfo como uno de ellos.

El resto de la compañía estaba recta. En silencio. Con cara de mal humor. Ella pronto se unió al desfile de pocos amigos cuando uno de los pordioseros intentó meter las manos en su bolsa y lo apartó de un manotazo.

Retrocedió un paso hacia el grupo.

Decidió echar una ojeada esta vez con mucha más cautela. Las enfermedades azotaban la escasa población como un látigo renegado. Escuchaba a lo lejos el toser de alguien que no sólo expulsaba aire sino trozos de pulmón y se obligó a dejar de mirar. Al último le había visto una herida abierta en el pie donde yacía un agujero por tobillo, completamente agangrenado.

—Los granjeros se marchan y dejan sus propiedades atrás. Están locos, si yo tuviese un terruño como este, ni a tiros lograban sacarme de aquí. Antes le prendo fuego. —Lou el pordiosero hizo un aspaviento con las manos.

—Pero tengo entendido que esta granja era propiedad de los Cejade, ¿te has enterado de que aparecieron muertos en medio del camino?

Ante las palabras de Melron, Lou entrecerró los ojos, suspicaz.

—¿Qué diantre quieres exactamente de nosotros, semielfo? Habla claro.

—Información.

—Pues ya sabes las normas. La información es cara estos días y tendrás que pagar un precio por ella.

—¿Qué quieres a cambio? —La voz de Melron sonó suave e igual de jovial. Sin embargo la desconfianza afloró en la postura de su cuerpo.

Lou hizo un movimiento con la cabeza. Olga no se dio cuenta porque se entretenía intentando arrancarle de las manos una poción a uno de los mendigos a su lado.

Se sintió ligera. Y una presión en los brazos y el pecho la dejaban sin respiración. Bajó la vista para verse suspendida en el aire por unas manazas que la sostenían con fuerza. Dos de los hombres la mantenían estrechamente pegada a ellos y cerraban sus brazos alrededor de su torso como si se tratara de un candado.

—¡Soltadme ahora mismo!

Tenía miedo. ¿Cómo no tener miedo si una banda de hombres la miraban con el deseo primitivo estampado en un rostro sucio? Forcejeó tanto como pudo; sin más resultado que el cansancio.

—Suéltala. Ahora. —Amber entrecerró su único ojo. El brillo de la luz se reflejó en el movimiento silencioso de la daga que ahora rodeaba su mano.

—¿Qué pretendes, Lou?

—Una jovencita así sería un buen pago por la información. Nuestras mujeres están demasiado sucias y con pocos dientes, esta parece estar sana. Además, necesito una forma de desfogar a mis chavales. Una buena forma de detener revueltas es con una muchachita hermosa.

—Maldita sea. Sabes que no me gustan estos juegos. Puedes encontrar muchachas dispuestas a abrirse de piernas para ti y tus hombres. Ofrece otro precio. —El semielfo amusgó los ojos, dispuesto a no recular ante una firme decisión.

El resto del grupo se mantenía dispuesto para saltar hacia ellos. Por un momento Olga vio la imagen: un torbellino de dagas y un baile frenético, como una clase de dibujo donde la pintura que salpicaba no era otra que sangre. Pero sólo sucedería en su mente.

Lou se apresuró a responder.

—Bueno… Quizás haya otra cosa. Soltadla chicos. —Chasqueó los dedos y Olga logró zafarse de sus captores.

Corrió a coger la mano de Amber y la mujer tiró de ella poniéndola en el centro del grupo otra vez. Se sintió protegida.

Pese a estar en el grupo, la mujer del parche negro –como la llamaría probablemente de cara al futuro- se quedó mirando al par de hombres que la habían cogido con un semblante frío.

@Azalea @Visenya

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Mina de cobre abandonada


Espada y civil

Parte 4

A lo lejos todavía se veían las ventanas rotas o tapiadas y las puertas que colgaban de los goznes. Detrás de ellos dejaron la granja de gran tamaño cuya techumbre se había desmoronado entera y exhibía la perfecta parábola convexa de la espina dorsal de su tejado.

Olga recordó las palabras de Lou dos zapatos con una sensación desagradable, como si la bilis le hubiera subido a la garganta y pudiera saborearla en toda su amargura:

«Hace un par de semanas le compré un cargamento de suministros al ogro que dirige la mina, una de aquí cerca y que no figura en los mapas. Por lo visto, acabó haciéndome el lío. Traedme el cargamento y os diré todo lo que queráis saber acerca de los Cejade.».

Toda la división de investigación había accedido con un acuerdo silencioso pese a ser a regañadientes. Las miradas que habían cruzado entre unos y otros habían sido suficientes para darse cuenta de que no estaban sorprendidos del factor que metía a un ogro en la ecuación; tampoco de que el mismo fuera el líder del mercado negro, o tuviera un séquito de matones a su disposición. Pero Olga sí, ella sí estaba sorprendida.

El mundo que contemplaba, aquél levantado por el hombre y sus ideales para que sirviera a sus necesidades había dejado de hacerlo. Había cambiado y lo había hecho porque esas mismas figuras abstractas se habían retirado de él. Lo habían abandonado a una cruenta realidad que se empeñaba en romper a pedazos lo que ya se había construido antes.

Olga comprendió de pronto que todo esto ya se lo habían contado. Simplemente había optado por ignorarlo, había optado por ignorar la lógica evidente del mundo y, de entre todas las historias contradictorias que recibía, creer sólo aquellas que quería creer. Al menos hasta ahora. El orden y la ley de Páramos de Poniente se habían abandonado al caos y no sabía hasta cuando iba a durar.

—No os separéis. Si la situación se pone fea, intentad escapar llevando con vosotros al máximo de compañeros. —Melron se giró al grupo— No os hagáis el héroe en sitios así. Vigilad a la médico, temo que pueda salir mal parada.

El grupo clavó los ojos en ella.

—¿Ayudaría que tuviese algún arma encima? —Una de las mujeres ataviada en cuero se plantó frente a Olga. Tenía un cinturón engrasado con diversas aperturas de las que asomaban empuñaduras frágiles, como si estuvieran huecas y hechas para sesgar el aire.

—Dadle alguna daga o cuchillo. Estará más segura con nosotros que escondida en las colinas.

Y la mujer que respondía al nombre de Yselle desenvainó una de las dagas arrojadizas con un juego de manos antes de entregárselo a ella.

El semblante de Olga volvió a ser uno de confusión. Al cabo de unos segundos en los que acalló su voz interior se dejó llevar, como un leño arrastrado por la corriente de un río.

La entrada de la mina se abría ante ellos como la boca de un lobo; los salientes rocosos contenidos por la estructura de madera superior actuaban como dientes afilados. Y un vagón solitario enseñaba la vía principal, que se perdía en la oscuridad del interior como si se tratara de una garganta cuyas cuerdas vocales estaban vagamente iluminadas por unas lámparas de aceite. Olga sabía que el aceite era viejo por el olor rancio que viciaba el ambiente. En el corto descenso ya habían soltado un manojo de imprecaciones acalladas al instante por la autoritaria mirada de Melron.

El grupo de investigación avanzó a pequeños pasos. Cuando escucharon los murmullos de una conversación se detuvieron a inspeccionar todo a su alrededor. La galería acababa en una bifurcación, izquierda y derecha.

Apenas un cruce de miradas entre todos fue suficiente para retomar la marcha.

—Llevad cuidado. Voy a echar un vistazo.

El semielfo penetró en la sala con el mismo sigilo que la oscuridad al anochecer, y al cabo de unos momentos de expectación les hizo un gesto de seguridad.

La sala enana tenía un pequeño pozo cuyo fondo convergía en algún nivel inferior, un par de cuerdas y unos escalones que invitaban a sentarse cuando estabas cansado. Ella lo estaba.

—Parece seguro. —Contempló uno de sus compañeros.

Y entonces Melron pisó el escalón. Tan pronto como había ejercido presión sobre la placa ésta se había abierto mostrando una trampilla de sombras insondables. El semielfo apenas pudo reaccionar antes de caer en picado con un grito mudo.

La trampilla se cerró como se había abierto.

—¡Mierda! —Gritó entre dientes la mujer del parche en el ojo— ¡Mierda, mierda, mierda!

Todos comenzaron a buscar por el suelo, tanteando con los dedos. Escuchó a su izquierda algo sobre seguir las órdenes y marcharse, ya volverían con refuerzos. Sin embargo unos no estaban dispuestos a escuchar –ni a seguir- las órdenes. Otros guardaban silencio como si fuesen unos centinelas automáticos cuya capacidad de decisión era la misma que tenía el pozo frente a ella.

—Tenemos que bajar. El otro camino… ¡Vamos, joder!

La marcha la abrió esta vez Amber. Detrás de ella dejaba una estela de nervios que crispaba a los demás, pero se mantenían en silencio tanto como Olga. Llegaron a la intersección y bajaron por el camino restante hasta encontrarse frente a la boca de otra sala. Ésta no estaba sola sino custodiada por dos hombres cuyo porte se asemejaba al de un matón guardián. O puede que un guardaespaldas. Pero dada la situación parecía un perro sarnoso custodiando una caseta de pulgas.

—Venimos de parte de Lou.

—¿Ese maldito imbécil no se harta de enviar a sus hombres? Ya sabéis lo que les pasa a los que vienen de parte de Lou. —Uno de los matones miró al compañero de reojo con una sonrisa sardónica.

—No, no sabemos lo que les pasa. Imagino que estaréis tan hartos de esto como él. Dejadnos hablar lo que tengamos hablar y dar el tema por zanjado.

Ojalá fuera tan fácil, pensó Olga. A su derecha, en sigilo, el elfo de rostro desfigurado tensaba una flecha.

El guardián cruzó la poca distancia entre la mujer del parche y él con dos zancadas, enarbolando una maza reforzada. Así comenzó un combate silencioso en el que a duras penas se oían los gemidos y el aliento cortado ante el esfuerzo. Un cuchillo arrojadizo pasó peligrosamente cerca de Olga. Una flecha impactó de lleno en el otro guardián. Una daga se hundió en la carne como si fuera mantequilla caliente. Cabriolas, fintas, movimientos fugaces que habían convertido aquello en un baile tan mortal como silencioso. Pero dejó de serlo cuando el rugir de un trabuco golpeó las paredes de la galería como el grito de mil banshees.

Si antes contaban con el factor sorpresa, ahora sería un festival.

Olga no miró atrás ni un solo instante. Cargó con la bolsa de suministros una vez más y corrió hacia la salida. El instinto de supervivencia se mezclaba con la obligación y responsabilidad.

Sorteó los vagones tirados por allí. Tropezó con algún pico mal clavado y cayó para luego levantarse con ayuda de Zafyr. La pobre mujer que había disparado. Imaginó que volvería con ella a Colina del Centinela para pedir ayuda. Imaginó que el grupo retrocedería y recularía hasta una posición con más ventaja o se ocultarían en las sombras. Eran unos expertos al fin y al cabo.

Imaginó muchas cosas.

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Espada y civil

Parte 5

Zafyr corría delante de ella dando grandes zancadas como una gacela. El terreno parecía animarla a ganar velocidad, porque Olga se quedaba rezagada fácilmente y obligaba a la ex pirata a detenerse cada pocos kilómetros.

Estaban a punto de traspasar las murallas de Colina de Centinela cuando escucharon el griterío y el ruido que hacían los soldados al ponerse en formación. Ya habrían vuelto de su misión o los estarían convocando de nuevo frente a la torre del alguacil Mantorrecio.

—Chica, que te quedas atrás. —Dijo—. Ya estamos llegando.

—No tengo tanto aguante, diantre. —Respondió. Las piernas le temblaban y la habían obligado a descansar donde primero había pillado. Se había esclafado en la rampa que ascendía hacia la puerta de la torre, muy cerca de los soldados, para retomar el aliento.

Movió una de las manos mirando a Zafyr, intentando transmitirle un mensaje similar a «Ve, sálvate tú. Infórmales y salva el día». Pero sólo consiguió una mirada confusa en respuesta. Ya trabajaría en el lenguaje de signos mejor.

—La brigada que destinamos para custodiar la plaza tomada ha sido acribillada por los Zarparrío. —La poderosa voz del alguacil cubrió los murmullos de los soldados al pronunciarse— Ayer no se acabó con la totalidad de los campamentos gnoll. ¿Qué demonios ocurrió exactamente?

Kethrian Dawnblade, teniente alto elfo de la división se plantó frente al alguacil, mano en pecho.

—Era imposible. Tenían minas, pero el destacamento fue avisado donde estaba el campamento más cercano. Tenían escudos para protegerse de las flechas.

—Yo mismo di el aviso del segundo campamento y rendí cuentas tanto al Teniente como aquí en la colina. —Uno de los soldados dio un paso al frente.

—La cuestión, Teniente, es por qué un destacamento bien armado dejó focos de población gnoll sin erradicar. —Sus ojos se estrecharon hasta formar una línea recta— Fui claro con las órdenes: acabar con la presencia de esas criaturas en las tierras del estanque y una vez hecho esto, asegurar una brigada para que mantuviese el control sobre el perímetro de la zona. Si la zona no está tomada, no puede asegurarse. Por ese error he perdido hombres que son necesarios.

—Porque tenían MINAS alguacil. —Kethrian frunció el ceño, tenso. Sus pobladas cejas rubias se encresparon— Y perdí cuatro hombres que ahora están en los barrancos. Dos suboficiales entre ellos. Y sólo me quedaban seis para continuar, cuando sus campamentos tenían minas alrededor.

»Liberamos sólo el primer campamento y tomamos el estanque, para que ese fuese reforzado con el destacamento. Si avanzaba, arriesgaba a perder al resto. Estas alimañas no están luchando con palos y flechas como cualquiera esperaba. Alguien los está armando.«

Olga que hasta el momento se había mantenido en silencio se decidió a intervenir.

—¡Aquí! —Alzó la voz.

Todo el destacamento, incluidos los oficiales de mayor cargo se giraron a mirarla. Como si fueran autómatas. Esa idea ya cobraba cada vez más sentido en su mente.

—Ha habido un contratiempo. Uno de los gordos. —Tomó aire y continuó hablando como si no tuviera audiencia. Fijándose en Mantorrecio y Kethrian— La división encargada de la investigación se ha separado en las minas del norte […].

Durante los siguientes cinco minutos la voz la tenía ella. Les explicó todo paso a paso tratando de ser concienzuda. Cuando terminó, el destacamento la miraba con un deje de emoción y molestia por lo que significaba.

Hubo un silencio prolongado. Como si ella lamentara haber hablado y no estuviera segura de querer repetirlo.

—Hay que ir en su ayuda, no podemos prescindir de ese grupo. Habréis de capturar al tal pordiosero que os dio la información. —Dijo Mantorrecio.

—Necesitaremos un guía allí… Si se han perdido por esos túneles no importa cuántos seamos, nos puede pasar lo mismo. —Respondió Kethrian.

—La mina es estrecha y los caminos sinuosos, ¿planeáis ir todos juntos por allí como un desfile del festival de la cosecha? —Apuntó ella.

—Si hemos descubierto su mercado negro… No creo que nos lo vayan a poner fácil.

—No si seguimos el mismo camino que el grupo anterior. De haberse topado con explosivos, lo habrían descubierto. Aunque si los hay en la mina o no es otra historia.

Olga se cruzó de brazos y, como solía hacer, adoptó el tono frío cuando estaba siendo categórica.

—Sería estúpido disponer de minas preparadas en una mina de la que has hecho tu hogar. Principalmente si tu negocio gira en torno a ella. Os puedo dar las indicaciones exactas para llegar. Ahora bien, no estoy segura de que Lou dos zapatos, el zarrapastroso que nos encargó la tarea vaya a estar allí.

Lo siguiente fue un despliegue de fuerzas completamente ordenado –y obligado- cuyo objetivo estaba fijado en la hacienda de los Cejade. Olga había sido puesta en la trompa de la formación, acompañada de Kethrian y otros de la vanguardia para guiarles. Por más que intentara buscar la lógica en el objetivo de capturar a Lou, mandando a un destacamento tan nutrido campo a través sin ningún cobijo, no la encontraba. Salvo el alto mando, el resto –que ahora tenía a sus espaldas- le parecía un séquito de autómatas programados cuyas funciones se habían visto reducidas al filo de la espada, el alza del pavés y el giro de la esquiva.

Uno de los soldados alcanzó el ritmo de Olga, posicionándose a su lado. Hubo un momento de silencio. Un momento en el que la mirada fija del soldado y de ojos abiertos se clavó en ella.

—¿Está muy cansada?

—Sí. —Respondió Olga.

Por desgracia, hasta ahí llegaba toda la estrategia conversacional del soldado.

—Puedo cargar su bolsa de suministros. —Le dijo. No hubo respuesta— No sería molestia.

Olga le dirigió una mirada fría y luego la apartó centrándose en el frente. No quería hablar con él. Tampoco esperaba que lo entendiese y, se esforzaba en no abrir la boca; no sabía qué saldría de ella en su actual estado de inestabilidad emocional.

—Bueno, me llamo Jason.

—Haga el favor de no dirigirme la palabra y actuar como se supone que su mando le insta a actuar; siga órdenes y no piense. Forme parte del escuadrón Autómata Programado del ejército y déjeme en paz.

Una leve explosión en su cerebro había desplazado la educación y la había reemplazado por el látigo caliente del enfado. El soldado no tenía culpa alguna, y hasta que pasó un buen rato más, hasta que la penumbra del ocaso no mostró a lo lejos la hacienda de los Cejade, no se dio cuenta de ello.


El destacamento avanzaba con la fuerza de un tanque sobre orugas. A su paso ni zarzas, calabazas o mendigos resistía. Era una fuerza de paso lento e inexorable cuyo poder no podía ser repelido. Como una fórmula arcana o el conjuro onda de choque que había comenzado a desarrollar por su cuenta.

Uno de los hombres que deambulaban por la granja corrió hacia la casa que ya bien conocía ella. De hecho, también lo conocía a él; era uno de sus captores cuando tuvo lugar la propuesta de intercambio.

Ahí iba el factor sorpresa; aunque nadie esperaba tenerlo.

La marcha se detuvo, y los soldados se plantaron frente a la puerta de la casa donde Lou los esperaba con una sonrisa socarrona.

—Por el orden del Alguacil de Páramos de Poniente y en nombre del Rey, estáis bajo arresto. —Kethrian rompió el súbito silencio que se había instalado entre ellos.

Byrion y Sigmar avanzaron hacia Lou.

—Quietos ahí. —El pordiosero alzó una mano. De las ventanas de la caseta asomaron numerosas armas de fuego sostenidas por siluetas ocultas en la oscuridad. En el techo también había un puñado de hombres apuntándoles con la misma determinación que tenía Kethrian en arrestarles.— Un paso más y os coso a balazos.

Kethrian detuvo el avance de Byrion y Sigmar camino a interceptarlo.

—Hemos venido a poner orden en este lugar.

—¿Y poner orden es faltarme al respeto como si tuvieses alguna autoridad aquí, orejas?

Olga observó a lo lejos cómo otro de los soldados, cuyo nombre recordaba vagamente, Máximo, susurraba algo en el oído del alto elfo. Probablemente le dijese la cifra aproximada de los hombres desplegados.

—Os guste o no, estas son tierras del Rey. Nosotros solo somos el principio.

—Ni tú ni tu rey tienen autoridad en esta tierra. Aquí vales lo que vale tu fuerza y lo capaz que eres para sobrevivir. Un rey que deja morir de hambre a sus gentes no merece serlo. Tu señor no se ha ganado el derecho de esta tierra. Así que puedes coger tu culo bonito y ese careto petulante que traes y volver a informarle. Los Páramos son libres, al igual que sus gentes.

Olga se dio cuenta que todos los hombres a su alrededor asentían a Lou. Aquel discurso o rebate no hacía sino infundir más ánimos en ellos y subir la moral.

—Tu Rey evitó que esta tierra sin orden fuese arrasada por la Plaga y ahora quiere regresarle la paz. ¿Quieres que las cosas mejoren? Baja las armas. ¡Y lo mismo va para el resto de vosotros! ¡Porque mientras nos matamos aquí, la Horda está cerca de nuestras fronteras y seréis los primeros en caer bajo el filo de los orcos, como en la Primera Guerra!

—¡Já! Yo no he visto necrófagos pulular por los Páramos. —Lou le señaló con un dedo, acusador— He visto a niños morir de hambre, a madres enfermas incapaces de amamantarlos y ancianos ser vencidos por el frío. ¿Dónde estaba TU REY entonces?

No. La guerra contra la Plaga no sólo había sido algo señalado, problema del norte o el sur. Había sido problema de todo el mundo. Muchas cosas habían salido mal. Pero esa serie de decisiones probablemente desacertadas aunque necesarias habían significado la derrota de la Plaga. ¿Cómo iban a entenderlo ellos? Olga sabía porque había ganado la cultura suficiente, ¿pero y ellos? ¿Cómo esperaban comprenderlo? Se ceñían a la parte que veían, como unos caballos cuya visión se encontraba limitada a causa de las anteojeras.

Se le detuvo el corazón por un momento.

Tras ella una andanada de disparos restalló rompiendo el quedo silencio de la noche.

Un grupo enorme de jinetes se aproximaban a ellos por el campo de calabazas al galope, con tanta fuerza que el relinchar de los caballos se entremezclaba con los gritos de los humanos. En sus manos armas de fuego que les vomitaban proyectiles.

—¡Cuidado!

Un placaje la derrumbó. Sintió el metal golpearle el pecho. Voló hacia atrás con una figura encima suya rodeándola con su cuerpo.

Y luego la nada. La noche se había vuelto más oscura de repente.

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Reyerta en la hacienda


Espada y civil

Parte 6

Despertó porque alguien la sacudió violentamente. Se trataba de uno de los soldados del destacamento, Jason, que se había empeñado en arrastrarla hacia la caseta cercana en busca de una cobertura. Las balas seguían cortando el aire a su alrededor y abollaban desesperadamente el metal de las armaduras ventormentinas. Los soldados corrían de aquí para allá en el caos, tratando de seguir al teniente elfo y repeler el primer embate de los jinetes que ya tenían encima.

Los jinetes, eso era.

Pasaban entre ellos como una ola entre las rocas y la arena. Barrían todo a su paso o sorteaban las pequeñas concentraciones de soldados unidos en formación de trébede, paveses en alza. A su paso no sólo se llevaban a los hombres del ejército por delante sino a los mendigos también, especialmente a los mendigos que rodeaban el lecho de Lou; iban a por él.

Ladeó la cabeza. A su diestra escuchó la voz de Sigmar al rugir y Byrion avisando de la amenaza inminente. Ambos se habían echado encima del zarrapastroso cortando su escape. Aunque estaba gritando, apenas lo escuchó; no había sonido más alto que el de las armas de fuego.

Viró hacia el grueso árbol a su izquierda. La silueta de Zafyr apareció recortada por los matojos a la falda del tronco. Se empeñaba en meter bolas de metal con brío en la boca del trabuco.

Se agachó ligeramente. La formación se había roto y ahora estaban rodeados por los jinetes, completamente rodeados, y los que tenían en la parte de atrás portaban botellas ardientes que estampaban contra los edificios y la fronda seca. Lo iban a quemar todo, y como no se diesen prisa en ese todo se incluiría el grueso del destacamento.

Otro grito, o quizá un rugido, le pareció difícil de discernir. Un soldado, a Máximo creyó ver, había clavado una rodilla en el suelo, cambiando su centro de gravedad y, tomando impulso, había hecho de guillotina con la espada al caballo que cruzaba peligrosamente cerca. La velocidad del jinete había hecho el resto; el cuello del mamífero se había separado con un chasquido húmedo y el hombre que lo montaba había volado.

De hecho había volado hacia ella.

Olga deslizó la mano hacia el cinturón y sacó la pequeña daga que Yselle le había entregado el día anterior. Con el corazón bombeando sangre y adrenalina se tiró sobre él. Un par de puñaladas limpias en la espalda fueron suficientes para asegurarse de que no se iba a levantar.

Se fijó entonces, en un instante, en aquel rostro desencajado del hombre y su cuerpo espasmódico. Portaba una máscara de tela ahora empapada en sangre que le ocultaba parcialmente la boca y la nariz. Como un bandido… O como un Defías. El tatuaje que llevaba en el hombro de la rueda dentada no hizo sino corroborarlo.

—¡Hate! ¡Usad vuestra lanza! —Kethrian gritó. Un tajo con la espada se había llevado por delante las dos patas delanteras del caballo cercano.

Otra andanada de balas restalló sobre Byrion, Sigmar y otro alto elfo que rodeaban a Lou. El impacto fue milagrosamente amortiguado a tiempo por el metal del escudo y la malla, el resto había sido absorbido por la madera de la casa con un quejido y llanto de astillas.

Uno de los paladines, que había reconocido como miembro de La Mano de Plata, estampó su martillo en el pecho de otro de los jinetes, cerca de ella. La sangre la salpicó cuando el hombre de brillante armadura había chafado la cabeza del bandido.

—¡Que todos salgan de esa casa ahora! ¡No podemos con todas sus armas!

Miró hacia la caseta cuyo techo empezaba a hundirse causa del fuego. Lou había entrado y dos hombres con él también. Si las armas de fuego no se encargaban de él, la estructura lo haría.

—¡Replegaos! —Uno de los jinetes encabritó al caballo y salió al galope por donde habían llegado— ¡Aquí está todo hecho!

La batalla terminó de nuevo tan pronto como había llegado hasta ellos. Los jinetes se reagruparon y salieron al galope con sonrisas ocultas bajo las máscaras. Tras ellos el destacamento maltrecho y las llamas de fuego expandiéndose por la hacienda.


Se inclinó sobre otro de los cuerpos. Otro de los bandidos yacía frente a ella con una flecha atravesándole el pulmón, había muerto recientemente por el colapso respiratorio.

Murmuró unas palabras agarrando el astil de la flecha cerca de la punta. El metal del inserto y la punta que asomaba por la herida comenzó a brillar en incandescencia y, con un tirón, salió de su cuerpo con facilidad. La tiró a su diestra con mala gana. No lo hacía por el bien, ni siquiera por apartar la visión de la muerte frente a ella. El jubón de cuero no se habría abierto si no le hubiera quitado el proyectil primero. Tampoco habría mostrado otra de las ruedas dentadas como tatuaje en la piel.

—Maldita sea.

—Eh. Guapita de cara. —Uno de los voluntarios se acercó a ella, arco en mano.— Deberías de atender a los heridos, hay varios. Haz algo, anda.

—Por si no te has dado cuenta no tengo ningún suministro conmigo ahora mismo. Así que guárdate tus consejos de mierda para quien quiera escucharlos.

Respondió con tono ácido mientras se levantaba. El guante del jinete que tenía en la mano voló hacia los pies del voluntario, que refunfuñó en respuesta.

A pesar de no tener el material necesario con ella comenzó a buscar heridos. A su vera se encontraba Amber. El pelo lo tenía quemado en parte y apestaba al humo de la madera con el requemado. La piel la tenía ligeramente salpicada por el tizne y una herida de bala en la pierna manaba abundantemente.

—Amber, ¿la bala ha salido o sigue dentro? —Se inclinó sobre ella. La mujer del parche extendió la pierna con un gemido dejando ver un agujero limpio. Eso era mejor, mucho mejor que la otra opción.— Bien. Levántala un poco. Con esto apenas vas a aguantar hasta Colina del Centinela.

Utilizó la daga para rasgarse parte del coleto. Un par de cortes y tirones fue suficiente para separar el jirón del central. Pasó la tira por detrás de la herida mientras hablaba con ella para distraerla, aunque sus respuestas fueran monosílabos y gruñidos. Cuando menos se lo esperó, cerró el lazo y apretó la carne con tanta fuerza que dolió.

El paladín se acercó a ellas y, él, que al menos podía usar la luz, detuvo la hemorragia.

Yselle se acercó a ella, renqueante y con una mirada suplicante.

—¿Puedes, por favor…?

Un vendaje con un retal de camisa amarillento asomaba por su hombro entre la suciedad. Olga se acercó a ella con el ceño fruncido. Sus manos comenzaron a moverse sobre la herida y arrastraron los trozos de ropajes. Apenas la miraba. De hecho, a penas miraba a nadie. Parecía estar en un modo automático mientras el verdadero debate se concentraba en su cabeza.

Ya está. Si bien no era oficial, ya habían vuelto.

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Espada y civil

Parte 7

Desde que hubiera vuelto de la hacienda de los Cejade no había parado un momento a descansar. De hecho, el mando había tensado más la cuerda y los soldados y voluntarios con ellos habían sido designados para otra misión en Arroyo de Luna. Pero ella no se iba a marchar. Principalmente, porque una reunión entre un capitán y el supuesto líder de la Hermandad Defías tenía las mismas posibilidades de acabar bien que un demonio en la recámara de la suma sacerdotisa Laurena. Desde que el sol despuntara en el horizonte había estado atendiendo a los heridos. Muchos de ellos todavía tenían la piel lacerada y con quemaduras importantes que anunciaban una cicatriz fea y arrugada a posteriori. Se había empeñado en hacerles ver lo contrario, pero la mayoría de ellos sabían el resultado y sólo agradecían sus palabras amables. Palabras amables que todos necesitaban en esos momentos.

Cuando el sol empezó a caer sintió el peso de los días pasados y los muertos sobre ella. Había vivido tanto en tan pocos días, de una forma tan apresurada y brutal que no se había parado a pensar en lo que estaba viviendo. Tampoco es que hubiera tenido el lujo de detenerse a pensar más de lo estrictamente necesario porque como bien pudo razonar, las heridas no se cerraban solas. Y era por ello por lo que ahora se encontraba en los barracones, sentada en una de las mesas frente a una de las puertas, con una jarra de algún licor que había pasado de mano en mano entre los sanitarios y heridos restantes.

Un pequeño descanso para recobrar el aliento.

La luz de la luna pronto cubrió el bastión de manchas blancas y negras de bordes recortados, como una ilustración sacada de un libro. El negro, que era predominante, convertía las calles amplias en lechos de un río insondable allá por donde se encontraban los suministros y el aserradero, por el que circulaba un caudal de aire repentinamente fresco.

—Debería intentar dormir —dijo Jason desde su camastro a Olga.

Se había sentado en un rincón de los barracones y limpiaba la espada bajo la luz de una linterna de aceite. La luz recaía sobre la parte baja de su barbilla, sobre sus cavidades oculares y, lo que resultaba más inquietante aún, sobre los surcos diagonales de una cicatriz que le cruzaba el rostro.

—¿Como tú? —preguntó Olga lacónicamente.

El soldado se levantó y caminó hacia ella. Hasta entonces la mujer no se había detenido a fijarse mejor en su rostro. La cara de Jason salía fuera de la categoría de cosas simétricas y ordenadas que englobaba las caras de todos los demás. Su rostro era como unos dados lanzados. De alguna manera instintiva, le pareció agradable esa arbitrariedad.

Con un movimiento rápido Jason le sirvió un chorro más de licor. Se estaba agotando rápidamente. Olga bebió a pesar de estar entrando en esa fase en la que sabía que no era muy buena idea. Al despertar podría estar hecha una porquería y no sabía si podrían llamarla o tendría que atender a otro herido, y desde luego no podría estudiar su grimorio de magia en ese estado. De hecho, apenas había tenido tiempo para estudiar.

Con una mano se abanicó la cara, la sentía tan caliente que la incomodaba.

—Necesito algo de aire.

—¿Más? Podríamos subir a la muralla. —Sugirió él—. Estamos delante de una de las escaleras y allí habrá más aire.

—Vale. Vamos a ver cómo está por allí arriba.

Y la muralla era fantástica. Casi cinco grados más fresca que los barracones y con una agradable brisa que les soplaba en la cara. Bueno, puede que decir agradable fuera pasarse un poco, porque el viento olía a quemado, como si hubiese una enorme montaña de ceniza y brasas en la oscuridad y estuvieran inhalando el humo. Al menos no hacía calor.

—Si no fuese de noche todavía veríamos el humo en el cielo —comentó Olga.

La condujo hasta la esquina sudeste de la almena. En aquella dirección se encontraba el camino que serpenteaba hasta el río entrando en los límites del Bosque del Ocaso. Y a mitad de ellos vio pequeñas tiendas donde se apostaban los refugiados, camino al bastión. Un gran campo de refugiados gobernado por un terror muy real y un optimismo alimentado artificialmente. La transición para muchos de ellos iba a ser verdaderamente difícil. Y aunque aquél lugar estaba poblado de peligros seguían acudiendo en masa.

No podían hacer nada —pensó—, porque, ¿qué otro sitio había?

—Ese semielfo es todo un personaje, ¿eh? —murmuró Jason mientras se inclinaba sobre la abertura de la almena y contemplaba la oscuridad.

—Esa palabra lo define muy bien —respondió Olga.

Jason se echó a reír y levantó el vaso con aire burlón, como si estuvieran brindando por su opinión compartida sobre el estrambótico Melron.

—La verdad es que —dijo—, en cierto modo me alegro de que haya terminado todo. Lo de la hacienda Cejade, me refiero, y los trapicheos que se llevaban entre manos. Preferiría que no hubiera ardido, obviamente, pero al menos se ha purificado todo. Aunque es muy probable que todavía pululen algunos por allí o intenten volver.

—Eso no lo puedes saber.

—Sí, lo sé. Gente pordiosera que reclama Páramos de Poniente como suya acaba volviendo como las pulgas a un perro callejero.

—Los pordioseros…

Olga lo dijo con tono de amargura. Había oído historias y ahora lo había visto con sus propios ojos. Gente tan decidida a sobrevivir que había olvidado cualquier otra cosa. Parásitos y carroñeros, de conducta casi tan inhumana como los gnolls. No construían ni preservaban. Se limitaban a permanecer con vida. Y su implacable estructura patriarcal reducía a las mujeres a la condición de bestias de carga o reproductoras, como ya había podido comprobar con Lou dos zapatos.

Si esa era la “esperanza” de Páramos de Poniente, lo mejor que le podía pasar a las tierras era que ardiesen.

—Ha habido otras épocas oscuras —dijo ella con un hilo de voz—. Las cosas se desmoronan y la gente las reconstruye. Dudo mucho que haya existido una época en la que la vida se mantuviera estática. Siempre existen las crisis, en cualquier forma…

—Exacto. Además está el resto del mundo, ¿sabe? —dijo Jason con un tono más alegre. Al parecer era capaz de interpretar las reacciones de Olga mucho mejor de lo que a ella le habría gustado—. El norte ha estado sumido entre la luz y la oscuridad. Las ciudades, cualquier sitio donde viviera mucha gente apiñada es un caos, sin contar las guerras de los últimos siglos con los orcos.

El soldado le tendió otro vaso lleno.

—Quería preguntarle una cosa —dijo.

—Adelante.

—De vuelta a Colina del Centinela, tras arder la hacienda, dijo que estaba dispuesta a marcharse directamente de aquí.

—Sí.

—¿Lo decía en serio? No es lo que quiero preguntarle, pero ¿de verdad se separaría de los voluntarios y los heridos e intentaría volver sola a Bosque Elwynn?

—Hablaba en serio cuando lo dije. Todo ha sido un caos para mí. No estoy acostumbrada a todo esto; ni a la batalla, ni a las largas travesías y mucho menos a formar como un soldado más. Estudio magia, Jason. Mi lugar no está en el frente, no de momento, sino entre las fórmulas arcanas y escudriñando las líneas ley.

—Vale. —Tomó un sorbo del licor—. Me lo suponía. Bueno, el caso es que me llamó la atención algo justo antes de llegar a la hacienda de los Cejade, de camino allí. Y no lo entendí. Dijo que éramos autómatas programados. ¿Qué significa?

Olga cerró los ojos ligeramente avergonzada.

—Es una especie de insulto —respondió.

—Ya, bueno. Me habría sorprendido que fuese un besito en la mejilla. Siento curiosidad, nada más. ¿Significa como que somos insensibles o algo así?

—No. Psicología. Alude a un comportamiento con el que uno nace y no puede cambiar. O que obligan a repetir hasta que ni siquiera te lo planteas. Algo automático.

Jason se echó a reír.

—Como los demonios ardientes empeñados en matarnos a todos —sugirió.

—Sí —admitió Olga ligeramente turbada por la imagen— Como los demonios ardientes.

—Joder. Sabe insultar bien —sonrió el soldado—. En serio. Y no es habitual.

Levantó de nuevo el vaso, y le pasó un brazo alrededor de los hombros. Olga se apartó bruscamente.

—¿Qué haces?

—Creía que tenía frío —dijo Jason de pronto con un tono creciente en sorpresa—. Estaba tiritando. Perdone. No intentaba nada.

Ella se lo quedó mirando un buen rato, sumida en un silencio mortal.

Al menos, hasta que los gritos dentro del bastión y las llamas anunciaron tanto dentro como fuera que les atacaban simultáneamente.

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Resurgimiento


Espada y civil

Última parte

—Vamos. Tenemos que irnos —dijo—. Ahora mismo.

—¿Por qué? —Inquirió Olga—. ¿Qué…?

No terminó la frase porque había oído los sonidos procedentes de abajo. Puede que hubiera deducido lo que significaban por los gritos que retumbaban «¡Ventormenta caerá!». En cualquier caso sabía que suponían problemas y no era tan estúpida como para pedir una explicación que podría requerir el tiempo necesario para escapar.

La trampilla que daba a las escaleras no tenía cerradura, pero Olga logró volcar las pilas de arcos y el estante de madera de donde colgaban sobre ella. A duras penas llegó a tiempo: la trampilla había empezado a abrirse cuando el estante se desplomó sobre ella. Un chillido procedente de abajo reveló que a quien quiera que hubiera subido las escaleras hasta allí no le agradaba que lo arrojasen violentamente contra el suelo.

Jason la cogió de la mano y tiró de ella. No podían volver atrás porque la muralla no estaba completa, y lo que tenían delante no era sino una hilera de bloques de piedra blanca que conformaban una estrecha pasarela. Al menos aquello les permitió erguirse y avanzar como trapecistas borrachos, usando los andamios de madera temblorosos para sujetarse.

Naturalmente, Olga se dejó llevar. Le gustara o no, era la clase de hombre que había edificado su identidad alrededor del bendito sacramento de la fiabilidad. Lo comprobó en la hacienda de los Cejade, cuando le salvó la vida al reaccionar casi tan rápido como los jinetes.

La intención de Jason era llegar al final de la hilera y bajar por el andamio a medio construir. Pero cuando todavía no estaban ni siquiera a medio camino, el ruido de unas zancadas y unos chillidos procedentes de atrás revelaron que ya no estaban solos. Unas figuras claramente perfiladas a la luz de la luna subieron a la muralla por la misma trampilla que ellos.

—¡Son ellos! ¡Los Defías!

Solo que había un pequeño detalle que Olga se había saltado hasta el momento. Vestían la armadura brillante de Ventormenta con el león en el pecho. Lo único que los identificaban ahora era el pañuelo cubriéndoles medio rostro, y supuso que los tatuajes ocultos bajo las ropas.

El brillo del metal relució cuando el soldado desenfundó la espada.

—Baje rápido. Yo la cubriré —dijo.

Apenas terminó la frase cuando uno de los Defías se abalanzó hacia él con dagas como colmillos entre las manos. Jason esquivó el ataque con medio giro y dio un paso atrás. Chocó suavemente con Olga.

—¡Le he dicho que baje, ahora!

El soldado se tambaleó violentamente. Sintió una masa de aire impulsada por una velocidad cegadora pasarle tan cerca que pudo ver la estela mágica y oír el zumbido que emitió al pasar junto a su oído.

Uno de los Defías salió despedido hacia las sombras bajo las murallas, empujado por la magia. El grito del hombre al alejarse rápidamente para luego detenerse en seco les dio la buena noticia de que al menos se había roto la cabeza contra el suelo. O eso esperaba ella.

Cuando Jason se giró, Olga ya había dejado de conjurar y bajaba por el andamio resbalando cada dos por tres. Él se limitó a seguirla con brío.

La bajada había sido difícil. Olga no paraba de mirar hacia la plaza y la torre de Mantorrecio. Las llamas lo estaban barriendo todo con la misma fuerza de un huracán, y el ejército, que ya había vuelto, apenas podía penetrar en la ciudad porque la gente abandonada a su suerte había formado tapón junto a los Defías.

Luchaban codo con codo contra ellos.

Se dieron cuenta de que habían llegado a la armería porque la puerta estaba abierta de par en par. Corrieron hacia ella, pero la luz de las llamas cercanas dibujó una silueta que acababa de colocarse en el umbral. Una figura con un trabuco entre las manos, listo para disparar.

El Defías disparó y Jason derrapó agitando los brazos hasta detenerse. Olga se estampó contra su espalda. Dieron vuelta atrás y corrieron hacia la parte trasera de los barracones con la sangre en la cabeza y la respiración irregular.

Empujó con todo su cuerpo la puerta de atrás. Cuando la abrió se encontró con lo que estaba pidiendo en sus oraciones: la sala acotada donde se hallaban sus pertrechos. Habría sido un refugio bastante bueno si no fuera porque el techo estaba en llamas y se caía sobre ellos; varias personas intentaban mover uno de los tabiques de madera que habían caído sobre algo o alguien.

—¡Vamos, vamos! ¡Entre! —Gritó Jason—. ¡Iré a ayudar en el torreón, resista aquí!

Era difícil hacerse oír porque Colina del Centinela se había vuelto un mar de ruido con olas bravas de tonos hirientes y pánico.

—¡Cuídese, soldado!

Un ululato procedente de atrás reveló que uno de los Defías les pisaba los talones y no se había detenido. Jason cruzó los barracones para salir por la puerta norte. Eso la dejaba directamente frente al Defías que debía de aparecer en breves.

Con las manos temblorosas vació toda la mochila sobre su camastro. La varita de metal con rebordes de cobre y bronce cayó sobre su mano. Se volvió instintivamente. El umbral que acababan de atravesar se había perdido en la negrura, pero vislumbraba vagamente algún movimiento. Sacudió la varita para disparar un rayo mágico que atravesó la oscuridad y reventó parte de la madera.

No se detuvo a ver si había acertado o no. Corrió. Atravesó los barracones bordeando el tabique y los dos voluntarios que intentaban sacar algo bajo él. Trató de avisarlos, pero hicieron caso omiso.

Ya se había alejado unos metros del edificio cuando escuchó el tronar aterrador y ensordecedor de un arma de fuego en su interior.

—Oh dioses.

Y habría avanzado más. Habría llegado hacia la mismísima torre donde se concentraba el grupo principal del ejército. Habría intentado echar una mano. Pero sintió las piernas flaquear y su voluntad quebrarse.

Qué raro era tener sueño de repente… El aire se había enrarecido portando un olor agrio.

Cuando intentó llevarse las manos a la boca y la nariz, miró el pañuelo que le restregaban contra ella.

La droga ya surtía efecto.

Cayó pesadamente sobre el suelo.


Le dolía la cabeza a rabiar. Un constante y feroz martilleo con cada palpitación que amenazaba con reventarle alguna vena. Los párpados los sentía tan pesados que apenas lograba entreabrirlos. Parpadeó varias veces para darse cuenta de que veía todo con una película gris, entre el humo y la visión borrosa sólo atinaba a ver figuras desenfocadas que se movían a lo lejos.

Amanecía. Al menos eso sí podía saberlo a ciencia cierta por la luz.

Una mujer pasó junto a ella seguida de un séquito de hombres después de haber dado un discurso. No entendió absolutamente nada, pero por el tono de voz casi ininteligible dedujo que no había dicho nada bueno. Aunque no sabía si eso lo había visto ahora, o hacía unas horas.

Creyó ver a un perro sobredimensionado de un pelaje negro combatiendo contra alguien o algo.

Escuchó muy cerca de ella a una compañera sanitaria. Al cabo de un rato que no supo encajar en la línea del tiempo, la ayudó a levantarse y ponerse en pie.

Antes de darse siquiera cuenta de lo que estaba haciendo, se encontró plantada junto a todos los supervivientes y soldados restantes frente a la torre del alguacil.

Por la rampa descendió Gyran Mantorrecio junto al semielfo. Ojeroso, pálido y con la frente de salpicada de sudor, su aspecto denotaba que se hallaba extremadamente débil y, sin embargo en toda su obstinación, lucía una pesada armadura y se alzaba frente al resto todo lo orgulloso que podía.

—No me caracterizo por edulcorar las noticias por más sombrías que sean. El norte te da muchas lecciones y una de ellas es la virtud de enfrentar los problemas con una entereza mayor.

»El resurgir de la hermandad Defías, de la mano de la hija perdida de VanCleef, pone a las tierras de Páramos de Poniente en un verdadero brete.

Desterramos con la justicia de su majestad ese mal hace ya muchos años, sin embargo, en nuestro desconocimiento sembramos la semilla de la venganza y el odio perpetuo de esa muchacha a todo lo que luzca con el símbolo del león.

Mantorrecio se aclaró la garganta y se llevó la mano hacia una herida reciente. Tenía la mirada febril, presa de la calentura y la enfermedad.

—La Brigada de Páramos de Poniente necesita de nuevo vuestra ayuda. Habréis de regresar a Ventormenta y avisar al Rey Varian de todo lo ocurrido. En qué situación se hallan estas tierras y cómo de imperiosa es la necesidad de que mande efectivos.

»Mientras tanto, la Brigada recuperará el control perdido en este lugar y asentará las bases para desmantelar de una vez por todas a la pesadilla de los Defías.

Olga cerró una mano en un puño.

Era difícil digerir que había vivido el renacimiento de la Hermandad Defías y que casi no lo cuenta. Lo único bueno de todo aquello era que había terminado, y que podría respirar tranquila sin esperar constantemente una sombra tras ella con un cuchillo embadurnado en veneno.

O quizá no.

Fuera como fuese ya había cumplido su papel allí.

Era hora de volver a casa.

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  • 1 mes atrás...

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Un golpe de magia


Dos largos meses habían pasado desde su vuelta de Páramos de poniente. Tiempo suficiente como para poner en orden los vaivenes de su vida familiar y sus amigos. Ronald no se había visto demasiado frustrado por la irresponsabilidad de la arcana, pero en un contraste mayor, Dee había arremetido contra ella una y otra vez, enarbolando la fusta de la razón y golpeándola reiteradas veces.

Fuera como fuese, su vida había vuelto a la normalidad, y ahora avanzaba a trompicones.

Olga se plantó frente a la alfombra y entrelazó los dedos de las manos. Frente a ella se abría la sala circular de recepción, en la Academia de Magia de Ventormenta.

—Soy Olga Castelgris. Tenía una cita… […] Y la entrevista para la matrícula. ¿He acudido antes de tiempo?

Miró a un lado y a otro, ligeramente preocupada. Siempre le había tenido un respeto importante a las normas y las leyes.

—La aspirante, verdad…

Cruzó la sala en un momento y le entregó un sobre abierto al humano de avanzada edad, cuyo cuerpo estaba cubierto por una túnica.

—Eso depende… —El hombre enarcó una ceja, pasando la mano en torno al pedestal del báculo— ¿Qué tan temprano o qué tan tarde se está, como para estudiar los misterios arcanos?

El mago miró la carta y apartó una mano.

—Para los misterios arcanos quizá no sea tarde o temprano. Pero para los funcionarios y trabajadores con la burocracia…

Ambos se sonrieron.

—Yo seré el encargado de su entrevista, Wesley Gyllen. Archimago Wesley Gyllen. Y, más allá de toda esta teatralidad, la verdad es que estaba esperándoos, Olga Castelgris.

—Encantada.

El archimago la guió con un gesto. Sus pasos eran lentos, casi arrastraba los pies.

La bóveda que apareció tras atravesar el portal mágico hacia una sala superior era enorme. Enorme y preciosa. Los gigantescos ventanales y vidrieras de cristal azul celeste dibujaban figuras y haces bailarines cuando la luz del mediodía se filtraba por ellas. En cuanto al suelo por donde pisaban, era una concentración de magos y maestros enfrascados en experimentos, clases y papeleos.

Olga dejó el bolso a un lado y se sentó frente al escritorio y el archimago. Sus ojos vagaron por la superficie de la mesa, la silla, y por último el despacho.

—Decidme, Castelgris. ¿Por qué vuestro interés en estudiar la magia?

Olga respondió apoyando los codos sobre la mesa y abriendo las manos.

—Porque la magia es el mundo. Es una fuerza constante y vital que rodea Azeroth, está en todas partes.

Wesley sonrió.

—No quiero estar ciega, quiero ver el mundo de verdad. Quiero tocarlo. Quiero sentir que formo parte de él y que puedo cambiarlo tanto como me cambia él a mí.

—A menudo la magia ha jugado un papel fundamental en la historia. Tenéis ambición, eso puedo notarlo, pero también requeriréis de disciplina y paciencia…

Siempre…

—Siempre. Esta torre no se construyó en un día. Fue bloque a bloque, paso a paso. No tengo prisa si la dicha es buena —Sonrió y retiró las manos del escritorio, permitiéndose una relajación más profunda.

—Sabia respuesta. ¿Pero qué es de vuestro conocimiento? ¿Habéis tenido ya contacto con la magia o algo sobre ella? ¿Las cuatro reglas que la rigen, por ejemplo?

Olga asintió y se cruzó de piernas. Con una naturalidad que no la sorprendió, comenzó a hablar. Sólo cuando hablaba de magia se aventuraba hacia el infinito si hacía falta.

—Sí. En realidad llevo años estudiando las bases de forma no oficial. Conozco las cuatro reglas que la rigen, o más bien las advertencias. Parecen un puñado de advertencias para el arcano que se precie de vivir en Azeroth —tomó aire y observó la reacción del archimago—. La magia es terriblemente poderosa; puede borrar y crear, cambiar la voluntad y una infinidad más. El hecho de que corrompa va ligado a la naturaleza humana de obtener poder e imponerse sobre los demás.

Wesley asintió.

—El ego, el yo mismo, la supremacía de una voluntad sobre las demás. Puede corromper tanto como un poder nobiliario de Ventormenta. La adicción que pueda crear es comprensible si entendemos la regla anterior y, que nuestro cuerpo tiene la capacidad para adaptarse a todo.

»Si llevo siempre un colgante que pende de mi cuello, con una amatista pesada… en el momento en el que me lo quite mi cuerpo notará una ausencia. Echará de menos la presión sobre él. El buscar de nuevo ese efecto, de la magia en este caso, iría ligado al poder que conlleva. Sentirse poderoso, capaz de enfrentar los peligros del mundo.

Finalmente, la magia está en todos los lugares y atrae más magia. A menudo la magia descontrolada genera caos, y el caos atrae…

Olga mantuvo la mirada en los ojos arrugados del archimago durante toda la conversación, sin embargo, ante la última frase abierta y en suspense, apartó la mirada, sólo para volverla unos segundos más tarde con un brillo cargado de respeto y miedo a la vez.

—A los demonios… —Wesley frunció el ceño y su expresión se tornó severa.— Tenéis una profunda visión sobre las Leyes, eso debo reconocerlo. Aunque he notado ese miedo en vuestros ojos… ¿Habéis visto ya a una de esas criaturas?

Apretó suavemente la mandíbula, como si quisiera retener las palabras. Suerte para ella, en aquél momento los recuerdos decidieron no intervenir con más fuerza.

—Una vez. Es una larga historia, personal… no me gustaría profundizar en ella si no es molestia.

—Ni tendréis qué. —Asintió condescendiente.— Aunque mi deber es señalaros que esa ley no es solo una advertencia, es un hecho… Desde que se tiene registro, esas cosas han aparecido donde la magia se acumula. Hay defensas y formas de prevenirlo, pero siempre están al acecho. A pesar de que no se lo deseo a nadie, siempre está el riesgo de encontrar uno cuando estudiamos lo arcano.

—Bueno, no me malinterprete, señor Wesley. Entre las competencias que deseo adquirir, además de un amplio abanico de posibilidades arcanas, quiero aprender a apagar su esencia. Desaparecerlos, matarlos. Les temo porque debo temerles. Necia sería de no hacerlo. EL miedo al fin y al cabo es la primera y más importante emoción humana, nos enseña las bases. —Olga levantó la mirada hacia el rostro del archimago— ¿Verdad?

—Combatirlos sí, siempre hay un modo. Y desde que el Kirin Tor fue fundado, se ha hecho. Pero cada paso a su tiempo, joven. Es bueno que sepáis lo básico aun así —El archimago asintió con una agradable sonrisa y satisfacción— No hay mucho que quede por preguntaros, más que mencionaros que vuestra instrucción será teórica al comienzo. Se os asignará un maestro, yo mismo me encargaré de hacer saber al gran Archimago y al resto de vuestra admisión.

Olga esbozó una amplia sonrisa, feliz… terriblemente feliz. Su pecho estaba a punto de estallar y las ideas que tenía sobre la magia a punto estaban de salirle por las orejas, buscando escape.

Wesley le tendió la mano, y ella la estrechó.

—Bienvenida a la Academia de las Artes y Ciencias Arcanas de Ventormenta, aprendiza.

Esta escena pasó hace 3 semanas ya, sólo quería reflejarla. El personaje está mucho más avanzado desde ahí... teniendo en cuenta que en el juego pasa más tiempo que en la vida real. ^^

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